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Crónicas al Voleo

La batalla de Cable Street y la intolerancia al fascismo

La batalla de Cable Street y la intolerancia al fascismo
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Cuando se nombra a Whitechapel, en general solemos traer a la memoria las infames hazañas de Jack The Ripper. El asesino en serie al que se le atribuyen al menos cinco homicidios en ese barrio londinense en 1888, y cuyo método criminal se caracterizaba por cortes en la garganta, mutilaciones en el área genital y abdominal, extirpación de órganos y desfiguración del rostro​ de mujeres que se dedicaban a la prostitución. La identidad de este monstruo sigue siendo una incógnita.

La historia del barrio se remonta al Siglo XIV, cuando comenzó a formarse un caserío en torno a la Iglesia de Santa María, la «capilla blanca» (demolida en 1952). Hacia fines del siglo XIX se convirtió en el sector más pobre de una Londres sumida en la pobreza. Por aquel entonces el barrio estaba habitado por migrantes judíos e irlandeses, pero fundamentalmente por muchas mujeres que debieron dedicarse a la prostitución. En el año en que Jack obtuvo notoriedad, la Policía Metropolitana estimó que en Whitechapel residían ciento doce prostitutas «de muy baja categoría» y había más de sesenta burdeles.

Los fascistas británicos

Unos cuarenta años después de las andanzas de Jack las cosas habían cambiado un poco en Inglaterra, en Londres y en Whitechapel. Ya no era un barrio de meretrices y lupanares, sino que de la mano del progreso económico se había convertido en residencia de obreros y pequeños comerciantes, en su mayoría judíos.

Pero aquel progreso económico llegó acompañado de un importante movimiento fascista, que por aquellos años se extendía por Europa y el mundo como una moderna peste negra. En 1932 Oswald Mosley (un político que había empezado como conservador, continuó como independiente y, antes de autopercibirse un facho hecho y derecho, fue laborista) fundó la Unión Británica de Fascistas. Un partido de extrema derecha de verdad al que en 1936 rebautizó como Unión Británica de Fascistas y Nacionalsocialistas, cosa de no quedar afuera del tren de la historia.

Los fachos ingleses no se diferenciaban mucho de sus homólogos italianos. Más bien eran una especie de franquicia: recibían dinero del Duce, se vestían con camicie nere, desfilaban como milicos y profesaban el mismo racismo y antisemitismo. Las huestes de Oswald Mosley llegaban, a mediados de la década de 1930, a 50.000 militantes.

Camisas negras en Cable Street

En su afán de ganar exposición pública, Mosley convocó a sus seguidores a una manifestación en Cable Street, en el corazón de Whitechapel, para el 4 de octubre de 1936. El barrio era, como se dijo, residencia de una gran colonia de judíos, de hecho era el barrio judío más importante de Londres. La convocatoria de Mosley solamente pretendía provocar a los residentes y de este modo generar una situación de tensión que si derivaba en algunas trompadas no vendría nada mal. Al gobierno de Londres la cosa no le pareció descabellada. ¿Un montón de nazis manifestándose en un barrio judío, qué podría salir mal? ¡Viva la diversidad!

Aquel domingo, poco a poco, en grupos reducidos, Cable Street se fue poblando de camisas negras. Eran extraños en un paisaje extraño que de a poco fueron sumando miles. Cinco mil para ser exactos. Si bien a la autoridad aparentemente no le parecía algo extraño esa manifestación, mandó seis mil policías para tratar de mantener las cosas en un cauce norma, si tal cosa fuera posible.

Pero los antifascistas no se habían quedado de brazos cruzados. Se convocó a una contramanifestación, se levantaron barricadas y se reunieron colectivos antifascistas, judíos, socialistas, anarquistas, comunistas e irlandeses. Se estima que cerca de 100 mil personas de toda condición, clase, religión, sexo y edad salieron a las calles contra los fascistas.

La mecha corta

La mecha estaba encendida y era bien cortita. La policía jugó a favor de los fachos, pero a pesar de meter palos y detener a algunos antifascistas, la superioridad numérica de éstos era absoluta e irremontable. Finalmente la batalla se produjo, pero entre los defensores de Whitechapel y la policía. Los nazis corrieron antes de que comenzara la manifestación, con sus negras camisas transpiradas y sus calzones sucios.

Bill Fishman tenía 15 años al momento de la batalla y muchos años después recordaba aquella épica jornada: «Me emocioné hasta las lágrimas al ver judíos barbudos y obreros irlandeses católicos juntos en pie para detener a Mosley, nunca olvidaré en mi vida cómo la clase obrera puede unirse para lograr enfrentar al fascismo». Por su parte, el historiador Colin Schindler expresó que «esto no tuvo precedentes en la historia política británica, y atestiguó el radicalismo de los judíos que llevaban consigo los recuerdos de la persecución en Rusia y Europa del Este».

Fascistas en retroceso

La izquierda y la prensa judía coincidieron en celebrar el desenlace de la manifestación: «Las batallas frenan la Marcha de Mosley» tituló el Daily Herald, mientras que el Daily Worker del partido comunista encabezó su informe con «Mosley no pasó: East London devuelve a los fascistas». Por su parte, The Jewish Chronicle puso un simple y contundente «El pueblo dijo No!».

La batalla de Cable Street y los sucesos posteriores culminaron en la aprobación de una ley llamada «Acta de Orden Público de 1936», que prohibía portar uniformes militarizados en manifestaciones públicas. Esto hizo que muchos de los que adherían a la Unión Británica de Fascistas y Nacionalsocialistas solamente porque podían usar un uniforme, abandonaran las huestes de Oswald Mosley. La mala prensa también desfinanció a los nazis británicos. Mussolini dejó de mandarles recursos económicos y, una vez iniciada la Segunda Guerra, la organización fue prohibida.

Tolerantes intolerantes

En esta columna ya nos hemos referido a la «Paradoja de la tolerancia» enunciada por el filósofo alemán Karl Popper en 1945 (https://www.altagracianoticias.com/el-carterazo-de-danuta-danielsson-y-el-legado-de-voltaire-y-popper/) que sostiene que si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante finalmente será reducida o destruida por los intolerantes. Popper concluyó que, aunque parece paradójico, para mantener una sociedad tolerante, la sociedad tiene que ser intolerante con la intolerancia.

En tiempos en que el antisemitismo global ha cobrado nuevas y sombrías alas, es necesario tener presente el postulado de Popper y debemos estar atentos. No podemos tolerar el fascismo, pero también es importante dejar de decirle fascismo a cualquier opinión que nos incomode, porque eso es banalizar el fascismo.

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