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Crónicas al Voleo

Elogio del obituario

Elogio del obituario
Por Germán Tinti (Especial para AGnoticias)

El Profe Claudio Solanas, en alguna de las primeras clases de Redacción Profesional I, en la escuela (hoy colegio universitario) de periodismo, nos explicó que todos los grandes medios tenían una sección de su archivo denominado «la morgue», en donde se acumulaban datos biográficos de personalidades ante la posibilidad de que en algún momento «partan» y haya que salir corriendo a escribir la correspondiente necrológica.

Durante mucho tiempo los diarios más importantes del mundo han convertido al obituario en un género periodístico. Y muchos grandes escritores que trabajaban y trabajan en esos medios lo fueron tornando en, prácticamente, un género literario. No basta con elogiar las virtudes (o resaltar los defectos, según el caso) del difunto, también hay que hacerlo con estilo y gracia.

Trabajo adelantado

En su artículo «Don Malas Noticias» publicado en la revista Squire en febrero de 1966, Gay Talese refiere que «en la (agencia de noticias) Associated Press, el señor Dow Henry Fonda anuncia con satisfacción que tiene listas y al día las necrológicas de Teddy Kennedy, la señora de John F. Kennedy, John O’Hara, Grayson Kirk, Lammot du Pont Copeland, Charles Munch, Walter Hallstein, Jean Monnet, Frank Costello y Kelso. En la United Press International, donde hay una docena de archivadores de cuatro cajones con “historias en preparación” (entre ellas una sobre el niño de cinco años John F. Kennedy Jr. y las de los hijos de la reina Isabel), no mantienen especialistas de tiempo completo y en cambio reparten los textos cadavéricos, asignándole algunos de los mejores a un periodista veterano llamado Doc Quigg, de quien se ha dicho, con orgullo, que él “los puede allanar, puede ponerlos a cantar”».

Probablemente el medio que le haya dado mayor preponderancia a esta sección en el último medio siglo, sea el New York Times. Lo que seguro es que fue Alden Whitman quien llevó una sección oscura y periférica de los medios a la primera plana.

Militancia en Harvard

Descendiente de una familia de granjeros canadienses, Whitman (que no guarda ningún parentesco con Walt) había nacido en 1913, pero pronto se mudaron de New Albany a Connecticut, donde Alden mostró un precoz interés por el periodismo y a los 15 años ya publicaba sus notas en un periódico local.

En su juventud, y mientras estudiaba en Harvard, se fue relacionando con movimientos de izquierda hasta afiliarse al partido Comunista. Años después, en los tiempos en que el Senador Joseph Raymond McCarthy buscaba sucios trapos rojos debajo de cada baldosa, esa militancia perjudicó su carrera y su vida particular.

A principios de la década de 1940 se mudó a Nueva York, en donde trabajó temporalmente en pequeños periódicos hasta que en 1943 ingresó al New York Herald Tribune, donde permaneció durante más de ocho años, a menudo cubriendo los  horarios nocturnos. Whitman recordaba con orgullo el periódico, que cerró en 1966: «Pudimos publicar un periódico inteligente, bien escrito y bien editado, el mejor de la ciudad, mejor que el gris Times, y lo hicimos con gran entusiasmo profesional y la pasé bien haciéndolo».

Se muere Churchill

En 1951 pasó al New York Times. Si bien para esa época la influencia del Senador McCarthy se había esfumado, la paranoia anticomunista del congreso no. El Subcomité de Seguridad Interna del Senado dejó de molestar a personalidades de Hollywood y convocó a 34 periodistas señalados como presuntos comunistas. Entre ellos, claro está, Whitman.

En el NYT, y a causa de sus antecedentes políticos, Alden boyó por la periferia del área de noticias locales, sin una función fija y relegado a un segundo plano. En esa peregrinación por la redacción encontró un escritorio libre y decidió que ese sería su lugar en el Times. A fines de 1964 Sir Winston Leonard Spencer Churchill agonizaba y era indispensable tener listo su obituario. Whitman se sumergió en el archivo, ordenó decenas de notas y apuntes compilados durante años por diversos redactores que pasaban por allí y se iban para no volver.

Salió un artículo de 20.000 palabras. La respuesta de los lectores decidió a las autoridades del diario a romper el telegrama de despido que tenían preparado desde hacía semanas y otorgarle el título de propiedad de la sección obituarios. Y allí se refugió, creando un oasis de calma en el habitual quilombo de la redacción.

Según Talese, «todo el día, mientras sus colegas corren a un lado y otro, en pos del aquí y el ahora, Whitman se queda callado en su escritorio del fondo, tomándose el té a sorbos, habitando el extraño mundillo de los medio vivos y medio muertos en este enorme espacio apodado Noticias Locales».

Whitman declarando ante el Congreso en tiempos de la caza de brujas de McCarthy
Llamada desde la morgue

La morgue del New York Times generaba gran morbo entre los periodistas del diario, que habían desarrollado una quiniela macabra: cada uno apostaba cinco o diez dólares a la persona de la lista de necrológicas anticipadas que creía que iba a morir primero. Algunos llegaron a ganar hasta 300 verdes acertando al siguiente difunto.

Contrariamente a lo que podría creerse, cuando Alden Whitman llamaba a alguna personalidad para realizar un reportaje, el entrevistado sentía un gran orgullo. Sabía que el artículo no se publicaría inmediatamente, que incluso (con suerte) entraría en imprenta varios años después. Lo que era seguro es que el entrevistado no podría leer lo publicado, pero se aseguraba un espacio en el diario y en la posteridad.

Un obituario para Whitman

Durante sus once años al frente de la sección de obituarios, históricamente poco glamorosa, apolítica y sin firmas, Whitman escribió memoriales al estilo del de Churchill sobre otros 400 personajes notables: Ho Chi Minh, Pablo Picasso, Helen Keller, Haile Selassie y J. Robert Oppenheimer, entre otros tantos. En casi todos los casos, Whitman redactó el artículo con mucha antelación y lo revisó periódicamente hasta la muerte del «interesado». En 1967, los obituarios comenzaron a incluir su firma.

Fue un revolucionario. Reemplazó un breve artículo frío, gris y prácticamente sin interés, en un auténtico ensayo biográfico que esbozaban un retrato de la vida y obra de una persona, convirtiendo lo que era un espacio destinado al pronto olvido en material para exitosas e interesantes compilaciones.

Su atildada figura, de prolija barba, lentes redondos, traje clásico, pipa constante y té habitual, dejó de prestigiar la redacción del New York Times en 1976. Entonces se dedicó a escribir reseñas de libros y colaboró regularmente con Newsday, Harper’s Bookletter y The Chronicle of Higher Education’s Books & Arts, y apareció en periódicos como Chicago Tribune, Los Angeles Times y, por supuesto, The New York Times.

En 1980 un derrame cerebral que lo dejó ciego lo alejó definitivamente de sus archivos, lecturas y máquina de escribir. Y una década después, el 4 de septiembre de 1990, redactores de casi todo el mundo debieron abocarse a escribir su obituario, o al menos darle los toques finales.

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