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Crónicas al Voleo

Los indios que construyeron Nueva York

Los indios que construyeron Nueva York
Por Germán Tinti (especial para «Crónicas al Voleo»)

Casi todos hemos visto fotos y filmaciones del imponente perfil de la ciudad de Nueva York (no pocos han estado ahí y la han apreciado en vivo. Para ellos mi envidia). Imponentes y majestuosos rascacielos definen la imagen de una urbe universal. La lista es larga y muchos de los nombres nos son totalmente familiares. El Park Row Building, The Flatron, el Empire State Building, el edificio Crhysler, el Woolworth Building, el Rockereller Center, el hotel Waldorf Astoria, las malogradas Torres Gemelas y su actual reemplazante, el One World Trade Center; todos ellos fueron cincelando la silueta de la ciudad hasta convertirla en un gigantesco museo a cielo abierto de la arquitectura de los últimos 120 años.

Todos esos edificios tienen muchas cosas en común. Como las grandes catedrales de la antigüedad, avanzaron fundadas en la megalomanía de sus impulsores. También responden a épocas de esplendor económico y el deseo de posteridad que motivó a los protagonistas de las distintas épocas que dieron a luz estas maravillas del ingenio humano.

Pero fundamentalmente a estos edificios, como así también a innumerables puentes monumentales que se construyeron a lo largo y lo ancho de los Estados Unidos y Canadá, los une un puñado de obreros nativos que desafían las alturas con displicencia y naturalidad. Toda obra de relevancia construida  en Norteamérica en el último siglo y medio ha tenido siempre a indios Mohawk ocupando los puestos más riesgosos y las tareas más difíciles.

Desafiando al vértigo

Esta es una de las 7 naciones Iroquesas –que antes de la llegada de los europeos ocupaba casi la totalidad de lo que hoy es el estado de Nueva York y una pequeña fracción de la provincia canadiense de Quebec, en la margen sur del río San Lorenzo–; y eran conocidos como los Guardianes de la Puerta Oriental. Se llamaban a sí mismos Kahniakehake (la gente de piedra), pero recibieron el despectivo apelativo de mohawk (comedores de carne) de parte de las otras naciones iroquesas por haber sido la etnia que más confraternizó con los colonizadores/invasores, llegando incluso a pelear con los carapálidas en la guerra de la independencia.

En 1886 se comenzó a construir un puente ferroviario sobre el río San Lorenzo. La obra afectaría territorio mohawk, más precisamente la Reserva Caughawaga, y por tal motivo la empresa constructora –la Dominion Bridge Company– acordó contratar a pobladores de la reserva para tareas no cualificadas. Pero los indios no se conformaban con eso.

«A medida que avanzaban las obras se hizo evidente  que aquellos indios eran muy particulares, pues no tenían ningún miedo a las alturas. A la menor distracción ya estaban trepados por los arcos y se paseaban ahí arriba tan tranquilos», escribía en 1949 Joseph Mitchell en The Newyorker; «eran ágiles como cabras, podían caminar por una viga estrecha a una gran altura por encima del río, que en esa parte era muy torrentoso y daba miedo sólo mirarlo. Para ellos era igual que andar en tierra firme».

El «boom» de la construcción

A partir de entonces todas las grandes empresas constructoras comenzaron a contratar a obreros caughawaga y la construcción de puentes y rascacielos se convirtió en la principal fuente de ingresos de la reserva. Sin embargo, no todas fueron rosas.

El 29 de agosto de 1907, durante la construcción del puente de Quebec sobre el río San Lorenzo, se produjo un derrumbe que provocó la muerte de 75 trabajadores, muchos de ellos caughnawagas. En un principio se pensó que esta tragedia alejaría a los aborígenes de las obras de altura, pero sucedió exactamente lo contrario. El desastre confirió prestigio al oficio de constructor de puentes y muchos más indios se convirtieron en obreros del hierro.

Según indica Gay Talese en «El Puente», la minuciosa crónica de la construcción del puente Verazzano – Narrows, «en los años 1920 y 1930, durante el boom de la construcción de puentes y rascacielos en el área metropolitana de Nueva York, una gran cantidad de indios acudieron a la ciudad para trabajar» en esas megaobras. «Abundaba de tal manera el trabajo que los indios comenzaron a alquilar apartamentos o habitaciones amuebladas en la zona de North Gowanus en Brooklyn. Era un punto idóneo desde el que partir en cualquier dirección».

Un caughnawaga en Nueva York

En realidad se establecieron colonias caughnawaga en diversas ciudades tales como Búfalo y Detroit. Pero la más numerosa es la de Brooklyn, a punto tal que en la década de 1940 el pastor de la Cuyler Presbiterian, una de las iglesias del barrio, aprendió el idioma iroqués y celebraba una vez al mes misa en esa lengua. Ese sector de la ciudad acabó siendo conocido como Little Caughnawaga. Allí los obreros solían juntarse los viernes, con la paga en el bolsillo, en bares como el Nevin’s o el Wigwam a beber cerveza canadiense durante horas. No pocos, luego de una docena de tragos, subían a sus coches y ponían rumbo a su pueblo natal. Algunas estadísticas indican que murieron más caughnawagas en accidentes de tránsito que en los que pudieran sufrir en el trabajo.

Su tarea incluía –entre otras actividades no menos riesgosas– fundir el hierro en pequeñas fraguas portátiles; lanzarse remaches al rojo vivo, capturarlos y encajarlos en los agujeros para finalmente fijarlos con martillos neumáticos. Todo esto a (al menos) 350 metros del piso soportando vientos, fríos y calores. Según los capataces «manejaban estas herramientas como si estuvieran pasándose los huevos con jamón del almuerzo». Eran quienes más se jugaban la vida y, sin embargo, quienes menos la perdían. En la construcción del Rockefeller Center, por ejemplo, murieron cinco personas, ninguno de la tribu.

Volvemos a «El Puente» para escuchar lo que dice Danny Montour; él fue uno de estos intrépidos indios que forjaron el perfil de Nueva York y otras tantas ciudades: «Es una buena vida. Puedes ver el fruto de tu trabajo; puedes verlo tomar forma desde que es un agujero en el suelo hasta que se convierte en un edificio alto o un gran puente. ¿Sabes? Tengo un nombre para esta ciudad. No sé si a otro se le habrá ocurrido antes, pero yo la llamo Ciudad de Montañas Hechas por el Hombre. Y todos formamos parte de ella y eso te hace sentir bien: eres una especie de constructor de montañas».

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