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Crónicas al Voleo

Las brujas de Zugarramurdi

Las brujas de Zugarramurdi
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

A principios del siglo XVII la brujería no era algo extraordinario sino más bien cotidiano. En los poblados rurales era la culpable de los males que sufrían las personas. En la zona de los Pirineos vascos las acusaciones de brujería eran relativamente frecuentes; se realizaban en contra de vecinos de la zona, generalmente por un «quítame esas pajas» y solían solucionarse en una ceremonia convocada por el sacerdote local. En la misma, los acusados aceptaban haber obrado mal, pedían perdón y cada cual a su casa.

Pero entonces llegó la Inquisición con su sádica redención de tortura y fuego. Para sembrar de hogueras toda Europa en persecución del diablo y sus adoradores; personas que generalmente se dedicaban a investigar, crear y suministrar remedios caseros a los enfermos; ayudar a las parturientas e imaginar hechizos para mejorar las cosechas y favorecer la formación de parejas. Los monjes inquisidores contaron, en España, con el apoyo de las autoridades civiles.

Un pueblito en la montaña

El pequeño caserío de Zugarramurdi, inmerso en el verde y montañoso paisaje navarro, a pocas leguas de la frontera entre España y Francia, era lugar de tránsito obligado de, especialmente, contrabandistas y fugitivos. De economía netamente agrícola – ganadera, la bucólica vida de este pueblito de postal empezó a resquebrajarse en 1608; fue cuando María de Ximeldegui volvió al terruño luego de cuatro años de trabajar en la ciudad costera de St. Jean de Luz. Al poco de reinstalarse, la joven de 20 años acusó de brujería a cuatro vecinas llamadas María Xuruteguia, Estevanía de Navarcorena, Juana de Telechea y María Pérez de Barrenechea. Luego las acusaciones se extendieron hasta seis personas más; todas parientes de las primeras cuatro mujeres.

Parecía que el caso se había solucionado de la manera habitual. Una reconvención del cura, un pedido de perdón, un apretón de manos y aquí no ha pasado nada. Pero el caso llegó a oídos del abad de Urdax, un monasterio ubicado a 5 km. de Zugarramurdi. El sacerdote informó a la inquisición de Logroño y ahí la cosa empezó a pudrirse.

Llega la Inquisición

Hay que decir que en Zugarramurdi existe una serie de cuevas (que actualmente son atractivo turístico y sede de variadas celebraciones regionales como el Zikiro-Yate; una comida popular en la que colaboran todos los vecinos del pueblo y en la que el plato protagonista es el cordero asado a la estaca). Ese lugar era sindicado como el lugar en el que los brujos celebraban sus aquelarres, algo que los inquisidores creyeron sin averiguar demasiado.

El Santo Tribunal (guiño, guiño) envía a los inquisidores Juan del Valle Alvarado y Alonso de Becerra y Holguín para realizar las averiguaciones del caso en el alejado pueblito. Interrogan a los vecinos y, muy especialmente, a las cuatro mujeres acusadas y –hasta entonces– perdonadas. Las mujeres pretendieron desdecirse explicando que la confesión era una formalidad impuesta por los usos y costumbres. Pero que no eran brujas ni tenían trato con el diablo.

Pero como decía mi viejo: marche preso. María Xuruteguia, Estevanía de Navarcorena, Juana de Telechea y María Pérez de Barrenechea fueron detenidas y enviadas a las mazmorras de la sede inquisitorial de Logroño junto a los seis parientes que también habían confesado.

¿Más brujos?

Pocos días después, un grupo de vecinas de Zugarramurdi llegó a Logroño acompañados de un guía para exponer ante el tribunal su versión de los hechos. Algunos historiadores señalan que el grupito debió causar sensación en Logroño; eran unas montañesas con raro atuendo, que hablaban una lengua ininteligible, cansadas y maltrechas y para mayor extrañeza ¡llamaban a las puertas de la temida Inquisición!

Las forasteras eran Graciana de Barrenechea y sus dos hijas. Cuando se presentaron ante el tribunal afirmaron que acudían a pedir justicia porque no eran brujas y si lo habían confesado al vicario de Zugarramurdi «era porque las apretaron y amenazaron mucho si no los dezian (sic)». El problema fue que el guía que las había acompañado a Logroño testificó que eran brujas y la Inquisición decidió encarcelarlas (nunca confíen demasiado en los guías de turismo). Todas a las mazmorras a hacerle compañía a sus coterráneos, vecinos y parientes. Con el tiempo siguieron llegando detenidos desde Zugarramurdi hasta llegar al número de 32 procesados.

La inquisición tenía métodos muy convincentes para obtener confesiones. Luego de algún tiempo, si sobrevivías, les decías a los santos jueces lo que te pidieran. En este caso fueron 5 meses en los que los monjes utilizaron buena parte del arsenal disponible para torturar a los acusados. El sadismo criminal de los tipos que inventaron esas cosas es inconcebible.

El fuego sanador

El domingo 7 de noviembre se celebra en Logroño el famosísimo Auto de fe de 1610 al que asistieron, según una estadística algo floja de papeles, unas 30 mil personas. De los 32 reos condenados por brujería, once fueron a parar al asador, pero hay que hacer la salvedad que cinco llegaron a la fogata muertos, porque no habían podido sortear los rigurosos métodos de interrogación de la Santa Inquisición. Del resto de condenados hay varios que fueron sentenciados a prisión perpetua y los demás puestos en libertad.

Después de la ejecución se desató –literalmente– una cacería de brujas por el norte de Navarra que alcanzó más de 40 pequeñas localidades de la región.

Si bien la ejecución de las brujas de Zugarramundi fue el más importante proceso de la Inquisición en España (también uno de los últimos), para el antropólogo español Carmelo Lisón Tolosana la sentencia fue «más bien benigna. Sólo seis y por mantenerse en su herejía, fueron sentenciados al supremo sacrificio, lo que también, aunque hoy no lo aprobemos, era normal y aún peor en aquellos siglos si comparamos estos castigos con los impuestos en Europa occidental. Dos años más tarde, en 1612, de veinte personas acusadas de brujería, diez fueron condenadas a muerte (incluida una niña de once años) en Lancashire, y el muy famoso cazador de brujos Matthew Hopkins llevó a la hoguera unos años más tarde tres centenares de brujos, como resultado de su inquisición por unas pocas provincias del este de Inglaterra». No, si eran jodidos estos tipos.

Historias de tabernas

De las brujas en Zugarramundi quedan cientos de historias contadas por los ancianos en las tascas, un pequeño museo junto a las famosas cuevas y una genial película de Alex de la Iglesia. También queda el lugar, ideal para los amantes del turismo rural, el senderismo y el silencio bucólico de los pueblos de montaña. Aunque algunas noches sin luna, desde la imponente sorginak haitzuloa (cueva de las brujas) parecen llegar gritos, cánticos y sombras inquietantes.

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