Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)
La primera mujer que participó en una fiesta brava de la que se tenga registro fue Nicolasa Escamilla, «La Pajuelera» que fue una picadora de gran relevancia a mediados del siglo XVIII. Picadores son quienes, montados a caballo, “preparan” al toro durante el primer tercio de la corrida.
Desde entonces, aun siendo una inmensa minoría, las mujeres han pisado con garbo y coraje las arenas de las plazas de toros a lo largo de la historia. Podemos citar a María Salomé Rodríguez Tripiana «La Reverte», que siempre vestía de hombre y tuvo cierta relevancia a comienzos del siglo pasado cuando se presentó con el apodo «Agustín Rodríguez». O a Adelina Muñoz Texeira, «Lolita Muñoz» que nació en Sao Paulo en 1939. Y sin olvidar a Conchi Ríos, que es la única torera española activa a la fecha.
Pero hubo una que, sin presentarse demasiado en España, se destacó porque persiguió sus sueños más allá de los obstáculos que le imponían un país gobernado por Franco y una sociedad normada por la iglesia católica (la española, la de esos años).
Cortando orejas a los 16
Juana Cruz de la Casa nació en Madrid en 1917 y de niña vivió en Avenida Felipe II. Justo en frente de donde se alzaba la antigua plaza de toros de la Carretera de Aragón en Madrid; a medio camino entre la Puerta de Alcalá (donde estaba la anterior) y la actual plaza monumental de Las Ventas. A los 15 años debutó en la plaza de toros de León como colaboradora del torero principal. La publicación de esa información en algunos medios de prensa provocó que el Ministro de la Gobernación prohibiera que mujeres pudieran torear en el territorio español.
Sin embargo, y gracias a permisos especiales que solían conceder los gobernadores, en 1933 Juanita Cruz –como comenzaba a ser conocida en el ambiente taurino–con solamente 16 años, debutó como profesional. En la pequeña localidad de Cabra y alternando con un joven matador llamado Manuel Rodríguez y que años más tarde sería conocido como Manolete, considerado como uno de los más grandes maestros de todos los tiempos y uno de los íconos del toreo. Aquella tarde, Juanita cortó dos orejas y dos rabos, los máximos trofeos que se concede a los toreros. En esa temporada Juanita Cruz participó en 33 corridas.
Traje de luces en tribunales
Pero la Cruz no se conformaba con los arbitrarios permisos que le concedían los gobernadores y llevó su lucha a la justicia. En 1934, con el apoyo de toreros de gran trayectoria como Marcial Lalanda, apeló a los artículos 2 y 33 de la Constitución de la República, que amparaban la igualdad de sexos ante la Ley y la libertad de elección de profesión, respectivamente. La queja en los estrados judiciales dio resultado y ese mismo año, Rafael Salazar Alonso, nuevo Ministro de la Gobernación, autorizó el toreo a pie de las mujeres en España; revocando así el artículo 124 del Reglamento de 1930 por considerarlo anticonstitucional.
Los dos años siguientes fueron de una enorme actividad para Juanita, que se presentó en algunas se las más importantes plazas de España como la de Valencia, La Maestranza de Sevilla o Vista Alegre de Bilbao. En 1936 se produjo su debut en Las Ventas, el coliseo mayor madrileño que había sido inaugurado cinco años antes. Los periódicos se refirieron a ese evento como «un triunfo completo y honesto. La revelación de la corrida. Su arte triunfó sobre todo prejuicio». Fue la primera vez en la historia que una mujer actuó en esta plaza.
Juanita Cruz nunca disimuló su republicanismo, y el triunfo franquista en la Guerra Civil puso fin a su carrera profesional en España y decidió perseguir su destino en América. Al principio se presentó con gran suceso en plazas de Venezuela, Colombia y Perú. «Juanita Cruz logró el 13 de marzo [de 1938] un indiscutible éxito. Cortó, con exceso de positivos merecimientos, tres orejas y un rabo; oyó prolongadas ovaciones de efímera galantería o de untuosa tolerancia a su robusta bonitura de fémina apetecible». Eran palabras del crítico taurino del periódico venezolano El País (las cuales sería imposible publicar en estos días). Finalmente llegó a México, donde conoció el éxito profesional y la admiración popular. En el siguiente lustro actuó en plazas de toros de todo el país y se convirtió en una de las máximas figuras de la época, dentro y fuera de la lidia.
Regreso (aparentemente) sin gloria
Mientras tanto, en España la dictadura de Franco volvía a prohibir la presencia de mujeres en la arena. Lo cual no debería sorprender si tenemos en cuenta que durante aquella época las damas no podían ni siquiera hacer trámites bancarios. Eso le cerraba a Juanita toda chance de regresar a la patria, por lo que siguió lidiando en plazas de toda América. Hasta que el 12 de noviembre de 1944, cuando sufrió dos graves cornadas en la Plaza de la Santamaría de Bogotá y sus facultades físicas se vieron gravemente afectadas. A ésta le sucedieron escasas actuaciones, que fueron las últimas de su trayectoria profesional.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial volvió a Europa. Primero vivió en Francia junto a su hermano, también exiliado del franquismo, donde hizo su última exhibición. Luego volvió a España en total anonimato. En las 700 corridas en las que participó se destacó, además, por vestir traje de luces y pollera; dejando de lado la taleguilla, el ajustado pantalón utilizado por los toreros.
«A las cinco de la tarde»
Falleció en Madrid a causa de afección cardíaca el 18 de mayo de 1981, a las cinco de la tarde («Lo demás era muerte y sólo muerte / a las cinco de la tarde» había escrito García Lorca), y fue enterrada en el Cementerio de la Almudena, a pocos metros de Las Ventas. En su epitafio puede leerse: «A pesar del daño que me hicieron los responsables de la mediocridad del toreo en los años cuarenta-cincuenta, ¡brindo por España!»
En este punto es imposible hacerse el oso y no tener en cuenta las críticas que en la actualidad recibe la «fiesta brava» por motivos difícilmente discutibles. Se enfrentan viejas tradiciones y pasiones de profundo arraigo con formas de pensamiento que buscan darle más humanidad a la humanidad.
Consultado por Jesús Quinteros al respecto, Joaquín Sabina –reconocido y confeso admirador de la tauromaquia– reconoció que «casi nunca discuto con ellos (los miembros de sociedades protectoras de animales) porque estoy convencido que tienen razón, pero al Museo del Prado solamente le quedaría la mitad sin los toros. (…) ¿Hay que prohibirlos? Yo creo que sí, sobre todo tan fraudulentos como son. Mientras, yo trataré de ir todas las tardes. Soy incapaz de defender los toros porque son indefendibles, lo que pasa es que me gustan mucho».