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Crónicas al Voleo

El día que la música murió, y la canción del siglo (pasado)

El día que la música murió, y la canción del siglo (pasado)
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

El lunes 2 de febrero de 1959 el clima en Clear Lake, bien al norte del estado de Iowa, era terrible. Viento, nieve y un frío del demonio. Obviamente a nadie sorprendía, los inviernos en Iowa son siempre jodidos.

Los músicos habían llegado durante la madrugada en un desvencijado ómnibus escolar cansado de recorrer kilómetros por todo el mapa de Estados Unidos. La calefacción era una quimera y los artistas ya no sabían que hacer para combatir el frío que ingresaba inmisericorde a través de los vidrios y por decenas de rendijas. El baterista debió ir directo al hospital para tratarse la hipotermia que había afectado sus pies y no podría actuar esa noche.

De pésimo humor, Buddy Holly avisó que no continuaría la gira «Winter Dance Party» a bordo de esa heladera con ruedas. Sus compañeros de gira, Ritchie Valens y The Big Bopper apoyaron, la postura. Alquilaron un Beechcraft 35 Bonanza de 1947, el piloto sería Roger Peterson, un piloto local de 21 años de edad y los pasajeros pagaron 36 dólares cada uno. Pero la pequeña aeronave no tenía espacio suficiente para todos (además de los tres carteludos viajaban Waylon Jennings, Tommy Allsup y Carl Bunch; bajista, guitarrista y baterista respectivamente). Finalmente se decidió que The Big Bopper, engripado, ocupara una de las butacas, en tanto que Valens le ganó el puesto a Tommy Allsup echando una moneda al aire. Bunch viajaría después en ómnibus.

Los pasajeros

Buddy estaba en el zenit de su carrera musical iniciada apenas cinco años antes, luego de clavar exitazos como «Peggy Sue», «Maby baby» o «Wishing» y allí donde se presentaba causaba sensación. Años después el crítico Bruce Eder lo definiría como «la fuerza creativa más influyente del rock and roll primigenio».

Ritchie Valens era el benjamín de la troupe. Con solo 17 años había explotado con su versión de «La Bamba» que había puesto a cantar en castellano a medio Estados Unidos. Finalmente, Jiles Perry Richardson Jr., conocido como The Big Booper, era el más veterano y con canciones como «Chantilly Lace» sonaba en todas las radios de la Unión.

Finalizado el concierto en el Surf Ballroom, una histórica sala fundada en 1933 y que en 2011 fue incluido en el Registro Nacional de Lugares Históricos de los Estados Unidos, los tres músicos se dirigieron rápidamente al aeropuerto municipal, a poco más de 5 km. del lugar del show.

El viento trae un extraño lamento

Si bien parecía un pozo de sombras la noche, y a pesar del frío, a la hora de despegar la torre de control reportó una ligera negada, una visibilidad cercana a los 10 km. y viento de algo más de 30 km/h. Sin embargo las previsiones climáticas para el recorrido del avión eran de terror, pero el piloto no contaba con esa información. Y tampoco hubiera podido usarla.

A las 00.55 el Beechcraft terminó de carretear en la pista 17 y comenzó a ganar altura. Tiempo después, Hubert Jerry Dwyer, dueño de Dwyer Flying Service, la empresa propietaria del avión, atestiguó que luego de un despegue normal, pudo observar que la luz de cola del avión comenzó a descender gradualmente hasta que desapareció.

Silencio de radio

Alrededor de la 1:00 de la mañana el piloto debía comunicarse con la torre de control, pero no lo hizo. El operador de radio de la torre trato de establecer contacto sin éxito. Dos horas después se reportó la desaparición del avión.

Con las primeras luces, Dwyer sobrevoló los alrededores del aeropuerto y a unos 10 km. pudo avistar los restos del malogrado avión, destruido en un campo de maíz. Investigaciones posteriores demostraron que la aeronave se estrelló a casi 300 km/h y que todos los pasajeros murieron al instante. Aparentemente el joven e inexperto piloto se desorientó y creyó que subía cuando en realidad bajaba. Familiares y relaciones de los músicos se enteraron del accidente a través de la prensa

El repartidor de diarios

Por aquella época, el adolescente Don McLean III repartía diarios en su tranquilo barrio de New Rochelle, una pequeña ciudad vecina a Nueva York. La mañana del 4 de febrero, cuando vio el titular del diario que iba a entregar a sus vecinos se quedó helado. Buddy Holly era su único héroe en este lío y ese horrible papel le decía que el sueño se había terminado abruptamente.

El joven Don había empezado a rascar la viola encandilado por la imagen medio nerd del músico nacido en Lubbock, Texas; pero especialmente por su innovador sonido que también influenció a «nenes» como The Beatles, The Hollies, The Beach Boys, The Rolling Stones, Bob Dylan y Freddie Mercury. La impactante noticia de su trágica muerte se metió en lo más profundo de su espíritu. Él no lo sabía aún, pero ese día comenzó a gestarse lo que después se conocería como «la canción del siglo» en Estados Unidos.

La gran canción (norte) americana del siglo XX

En 1971 se publicó «American pie» (Pastel americano), una larga canción de más de ocho minutos en la que McLean intenta (y vaya si lo consigue) resumir la década de 1960 tomando como punto de partida el accidente aéreo de Clear Lake, «el día que la música murió».

A lo largo de su críptica letra  –que fue objeto de miles de interpretaciones, algunas completamente delirantes (como suele ocurrir), alimentadas por la reticencia de McLean a hablar sobre su canción (la que, convengamos, casi que justifica su carrera)– hace referencia a personajes icónicos de la década como The Beatles, The Rolling Stones, Bob Dylan, Janis Joplin, Buddy Holly, Elvis Presley, Charles Manson, John F. Kennedy y Martin Luther King, pero sin mencionar nunca el nombre de ninguno de ellos.

Esperanza, rebeldía y decepción

«American Pie» es una canción llena de metáforas, acertijos y referencias a la cultura popular y a hechos históricos disfrazados de poesía. Todo está allí, a la vista pero también sutilmente disimulado. McLean combina esta cronología con su propia experiencia, enfrentado a los acontecimientos mundiales y a la transformación de las tendencias musicales que se vuelven la pista sonora de una adolescencia optimista; luego de una juventud rebelde y, finalmente, de una madurez desilusionada.

Una síntesis de ese recorrido bien podría establecerse con la primera y la última estrofa de la canción. McLean comienza rememorando los años de la infancia: «Hace mucho, mucho tiempo, todavía puedo recordar / Cómo esa música solía hacerme sonreír / Y sabía que si tenía mi oportunidad / Que podría hacer bailar a esa gente / Y tal vez fueran felices por un tiempo»-

Pero luego de recorrer esa década alucinante vuelve al principio, al titular de ese diario que debía repartir aquella fría mañana en New Rochelle: «Y los tres hombres que más admiro / El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo / Cogieron el último tren para la costa / El día que la música murió».

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