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Crónicas al Voleo

Dillinger: El enemigo público número uno

El enemigo público número uno
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Dillinger: El enemigo público número uno. Después de la Primera Guerra, Estados Unidos experimentó un gran crecimiento económico que dio lugar a una época de euforia y consumo que pasó a la historia como «Los felices años veinte» o directamente «Los años locos». Esta década de explosión industrial y charleston desembocó sin escalas en la «Gran Depresión». De la vereda del sol se pasó al lado oscuro de la luna. De repente una buena parte de la población estaba en la quiebra, mucha gente debió sumarse a las largas caravanas de migrantes que iban de estado en estado buscando trabajo de lo que sea. El contexto es una road movie de caminos polvorientos y familias de rostros taciturnos caminando en busca de una esperanza que cada vez quedaba más lejos.

Muchas marcas dejó esta época en la historia y en la memoria de los Estados Unidos. Entre otras tantas, una docena de delincuentes que trascendieron las páginas de sucesos y fueron ganando la simpatía popular porque era entre ellos –los peones golondrina, los pequeños chacareros, los que se emborrachaban en tabernas suburbiales con bourbon barato, las pupilas de burdeles pueblerinos– donde se movían y donde se ocultaban, y siempre recompensaban generosamente el silencio y el refugio.

Así encontramos a Bonnie y Clyde, la romántica pareja criminal que comenzó asaltando comercios y estaciones de servicio y terminó metiéndose con pequeñas sucursales bancarias de pueblo. También podemos toparnos con Kate «Ma» Barker, que junto a sus hijos Herman, Lloyd, Arthur y Fred fueron responsables de numerosos robos. Todos ellos han quedado inmersos en la cultura popular norteamericana y, por cuestiones por todos conocidas, en la de buena parte de la civilización occidental. Decenas de películas lo confirman. Ma Baker llega a aparecer, inclusive, en la legendaria historieta Lucky Luke, en el papel de progenitora de los inefables hermanos Dalton. Si León Gieco hubiera nacido en Cincinnati, la letra de «Bandidos rurales» llevaría el nombre de alguno de ellos en lugar del de Bairoletto.

El chico de Indianapolis

John Herbert Dillinger es la pata faltante en esta trilogía del delito trashumante. Había nacido en Indianápolis en 1903, creció en la calle sin una moneda. Cuando cumplió los 18 se alistó en la Armada pero no duró demasiado; no podía seguir reglas y a los pocos meses desertó, por lo cual recibió la baja deshonrosa. Cuando tenía 21 años y estaba saltando de un mal trabajo a otro peor pagado, junto con su amigo Ed Singleton intentaron asaltar a un próspero comerciante de su ciudad natal.

El intento fue un fracaso y John y Ed fueron detenidos y condenados. A decir verdad, no parecía muy promisorio el comienzo de su carrera delictiva. Sin embargo, su estancia en el penal lo puso en contacto con delincuentes de larga trayectoria y frondoso prontuario que le fueron brindando consejos y trucos para especializarse en el robo a bancos. Ya por aquel entonces las cárceles eran una escuela de delito. Y las cosas no cambiaron en 100 años.

Cuando puso sus pies fuera de prisión con una reluciente constancia de libertad condicional en la mano, se dedicó a aplicar lo aprendido. Formó su primera banda guiándose por datos bien precisos que le dieron en su temporada a la sombra. Así, convocó a Harry Pierpont, Russell Clark, Charles Makley, Walter Dietrich y John «Red» Hamilton. Varios de ellos lo acompañaron hasta el final.

Con este «equipo de trabajo» asaltó exitosamente algunos bancos en Indiana y en los estados vecinos. El robo de bancos no era un delito federal y el simple trámite de cruzar la frontera los ponía a salvo de la persecución policial… por ahora.

Una fuga brutal

Pero algo salió mal en Bluffton, un pueblito de Ohio, y Dillinger se vio una vez más tras las rejas, pero no duró mucho allí. Mientras esperaba el juicio junto a Red Hamilton, otros miembros de la banda (entre ellos Pierpont, Clark y Makley) organizaron una fuga espectacular que incluyó policías falsos, armas hechas de madera en la carpintería del presidio y algunas bajas en ambos bandos.

Después de este incidente, John Dillinger y su banda no volvieron a cometer errores. Fueron saltando de estado en estado desvalijando pequeñas sucursales de pueblo, donde la fuerza policial era escasa y los empleados bancarios se asustaban con facilidad y prestaban colaboración. Por otra parte, solamente se llevaban el dinero que tenían los cajeros o que había en la caja fuerte, nunca tocaban la plata que llevaban los ocasionales clientes.

El público que leía las noticias en los periódicos, que a causa de los tremendos efectos económicos de la Gran Depresión había ido macerando un resentimiento hacia los banqueros (remember Argentina 2001), comenzó a idealizar a Dillinger como una especie de Robin Hood del siglo XX, un ladrón justiciero y con notable estilo personal. Las crónicas periodísticas indicaban que no existía excesiva violencia en los golpes (aunque algunas veces quedaba alguno frío) a pesar de que la banda contaba con un poderoso arsenal que le afanaron a la comisaría de Auburn, en Indiana.

Los años en Chicago

Con afán de progreso, Dillinger y compañía se mudaron a Chicago y ese fue un error. El crédito de Indianápolis contaba con la indiferencia de la mafia porque no salía de los pueblos pequeños; pero su presencia en una de las capitales del crimen organizado puso nervioso al Outfit de Chicago; el sindicato mafioso que por aquellos años, con Al Capone en gayola, lideraba Frank Nitti (que es el que mata a Sean Connery en Los Intocables, un tipo de mierda).

En la capital del estado de Illinois le pasaron dos cosas a Dillinger: Llamó la atención del FBI que empezó los trámites para federalizar el delito de robo de bancos (y otros delitos financieros en general); y se enamoró perdidamente de Evelyn Frechette, una bella joven que trabajaba en el guardarropas de un lujoso club nocturno. Nacida en la reserva india de Menominee, en Wiskonsin, se convirtió en compañera de aventuras de Dillinger. Y soportó estoicamente que el FBI la detuviera, la sometiera a tortuosos interrogatorios y la encarcelara por dos años para que entregara a su amante. Evelyn no dijo ni una palabra.

La traición

Aislada Evelyn, fue otra amante de John la que lo entregó. Polly Hamilton era una inmigrante floja de papeles y el FBI la apretó con la deportación si no traicionaba al delincuente. Polly era una madama que proveía chicas a los miembros de la banda de Dillinger. Y que solía salir con él en plan amigos: a cenar, al cine, a bailar.

Aficionado a las pelis de gangsters, el 22 de julio de 1934 fue –con Polly Hamilton y Anna Sage, una pupila de Polly– al cine Biograph de Lincoln Avenue, en el centro de Chicago. Fueron a ver el estreno de «Manhattan Melodrama», protagonizada por Clark Gable, William Powell y Myrna Loy. A la salida, una docena de agentes federales y policías locales los esperaban. Melvin «Little Mel» Purvis le metió un tiro por la espalda. Dicen que sus últimas palabras fueron para su gran amor, Evelyn Frechette.

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