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Cosas Nuestras

Panadería Europea: con aroma a pan caliente

Del archivo de COSAS NUESTRAS repasamos la historia de la familia Martínez y su Panadería Europea.

Para los argentinos, que haya un bollo de pan en la mesa a la hora del almuerzo o la cena es casi indispensable. Tradición, gusto, disfrute, como fuere, el pan está siempre presente. Del archivo de COSAS NUESTRAS.

Y nuestra ciudad ha hecho gala desde sus comienzos de villa, de una historia en cuando a panaderías, que es digna de ser contada. No es casualidad que el barrio Sur, el barrio más antiguo de la ciudad gracias a Solares, albergara a la primera panadería.

Fue en 1915, al poco tiempo de desaparecer el viejo cementerio, que los establecimientos comerciales fueron ganando terreno en aquella zona. Ese año, Don Pedro Rivero abre una panadería en lo que hoy sería la esquina de calles Liniers y Córdoba, según lo relata en sus memorias el gran Oscar Ferreyra Barcia. “La esposa de don Pedro, Doña Rosa, se hizo famosa por el pan casero que amasaba y las ricas empanadas que elaboraba”, escribía. Pero casi en forma paralela, también daba inicio a la historia que hoy vamos a contar, y que tiene que ver con una familia de panaderos que a través de las décadas, ha sostenido la tradición panaderil en Alta Gracia. Es la historia de Don Juan Martínez, y la Panadería Europea, que durante generaciones han sido sinónimo de pan recién horneado…

Una de inmigrantes

La memoria cuenta que Juan Martínez, natural del pueblo de Turre, de la Andalucía profunda, llegó a la Argentina casi junto al siglo XIX. Viajó en un barco junto a su hermano, de quien se despidió en la escala en Río de Janeiro, siguió casi solo hasta estas tierras. Acá, en Alta Gracia, “Juanillo” como lo llamaban sus connacionales arribados años antes, consiguió su primer empleo trabajando en las obras de construcción del Sierras Hotel. Unos pocos años más tarde, siendo aún jovencito y con muchas ganas, pudo abrir su primera panadería. Estaba en un local alquilado en la actual calle Concejal Alonso, frente a lo que hoy es el local del Centro Vecinal de barrio Sur. Con esfuerzo y ayuda de la colectividad española, que eran sus principales clientes, fue escribiendo los primeros palotes en el oficio. Por aquel entonces, era la Panadería “Hispano Argentina”. Poco tiempo después, llegó el momento del local propio.

Lo cuenta su nieto, Luis María Martínez: “el abuelo tenía dos opciones para comprar. En la Avenida Belgrano arriba, o en calle Liniers y eligió la segunda. Es que por ahí pasaba la vida comercial del pueblo en aquel entonces”. Y no le falta razón a Luis para decir eso. En la zona estaba la verdulería de Don Eleuterio Becerra, la Casa Bossi, el Hotel Torino, y a pocos metros, la estación de trenes. Además, la calle hoy Liniers era paso obligado para ir y venir al “Bajo”. Fue así que Juan Martínez se mudó, instaló su casa y abrió las puertas de una leyenda comercial de la ciudad: la Panadería Europea. La década del veinte había comenzado…

Gente de palabra

A todo esto, Juan ya se había casado con María años antes otra española llegada desde Gijón, y a quien conoció en nuestra ciudad. Cuestiones de inmigrantes, en aquello de buscar sentirse cerca del pago lejano a través de los afectos. María era una asturiana que gustaba hablar con frases típicamente españolas, y que la hicieron conocida entre sus amistades. Cuentan, por ejemplo, que cada vez que su esposo osaba mirar a otra mujer, María le decía por lo bajo: “Soñaba el ciego que veía, de las ganas que tenía”. Pero volvamos a panadería. Al tiempo de instalarse, Don Juan fue a ver a quien le había prestado el dinero, con quien se dio un diálogo más o menos en estos términos: “Toma, aquí tienes el dinero que me prestaste” – Pero Juanillo, falta todavía un año para que me la devuelvas… “Tómala… que allí vienen ladrones y si la roban, que te la roben a ti”.

Así, con esa gracia tan propia que tienen los andaluces Juan Martínez, por aquellas cuestiones de la palabra dada y el compromiso, devolvía aún antes de cumplirse los plazos, los dineros que sus coterráneos le habían facilitado para poder iniciar el negocio. Todo era de palabra, y la palabra, se cumplía…

Trabajo y sacrificio

Como a cualquier inmigrante nunca nada fue gratis para Don Juan. Lo suyo fue siempre trabajar para sostener el negocio y la familia. Y los de la casa, todos trabajaban. Luis María recuerda el relato de Pepe, su padre, al respecto: “Dos veces por semana salíamos con la jardinera llena de pan galleta. Mamá nos daba un pedazo de carne cocida o lo que hubiere. Salíamos bien tempranito, íbamos hasta el cruce de Alto Fierro, entrando, y nos volvíamos por Bajo Chico. Volvíamos como a las doce de la noche. Yo tenía 9 años, iba con otro muchacho que me ayudaba”. Era un negocio familiar que necesitaba de los brazos de todos. La abuela María solía contar que en un tiempo, el gobierno se había puesto firme en que los comercios respetaran a rajatabla los horarios fijados por ley. Había que poner un cartelito con los horarios. ¿Entonces ella qué hacía? A la siesta, con la panadería cerrada, se quedaba en el garaje, en la puerta, tejiendo. La gente pasaba y le pedía el pan, que ella misma les vendía a pesar de las leyes y las restricciones.

Al principio las panaderías elaboraban solamente pan, o pan galleta, que duraba un poco más porque tenía algo de grasa. “Papá, luego de salir del servicio militar, se fue a aprender pastelería a La Oriental, en Córdoba. Durante seis meses no le daban bolilla, el maestro pastelero se encerraba en una pieza y no enseñaba nada. Hasta que un día cuando habían puesto una horneada, y papá vio que se le estaba quemando, la sacó. Fue cuando el maestro panadero comenzó a enseñarle los secretos de la panadería y la pastelería. Durante dos años, Papá fue gratis,a aprender”, sigue contando Luis María sobre Pepe, su padre.

Pan y trabajo

En la cuadra de la panadería llegaron a trabajar hasta veinte personas, había mucho trabajo. Entre ellos el Negro Murúa, que había empezado desde muy chico y estuvo toda la vida allí. Liendo era otro de los maestros panaderos. El Gordo Beas, y todos los Beas (el Pelado y José) trabajaron en la panadería. Eran tiempos en que los padres llevaban a los chicos a un negocio y le pedían al dueño que les enseñara un oficio. Tiempos en los que hacer pan era todo un arte. Continúa Luis María: “Años después, había tres repartos diarios:
Manolo salía con la estanciera de 6 a 10 de la mañana. Llegaba y salía Juan hasta las dos de la tarde. Pepe, mi viejo, salía desde las 7 de la mañana hasta la una de la tarde, yo lo acompañaba, y nos juntábamos con el tío Juan allá por La Rinconada, luego de hacer el reparto casa por casa. Te bajabas y le dejabas el pan a la vecina en la ventana. Entregábamos y anotábamos. El abuelo anotaba lo que cada uno debía en uno de esos libros negros y gruesos. Luego, cada dos o tres meses, se cobraba… eran otros tiempos”.

Historia de reencuentros

La vida familiar de los Martínez está plagada de anécdotas. Tal vez la más llamativa sea la que cuenta que un día, cuarenta años después de haberse separado en Río de Janeiro, apareció por Alta Gracia Jesús, el hermano de Juan. Hombre rudo, acostumbrado a la libertad, anarquista por definición, vivió con la familia unos pocos meses hasta que una noche dejó una carta de despedida, se fue y nunca más nadie supo nada de él…

Y así mucho más puede contarse de esta histórica panaderia. Del local que abrió Pepe en la Belgrano frente a Stuttgart, de lasupervivencia del viejo establecimiento hasta que lo compró Becerra. De la tradición panadera que aún permanece pasadas ya varias generaciones… Nos quedamos con una frase acuñada por Luis María, seguramente heredada de su padre o de su abuelo: “La panadería, cuando elaborás, requiere estar todo el día, y al pan lo tenes que cuidar como a un bebé”.

Casi un siglo después, la familia continúa escribiendo la historia que comenzara aquel inmigrante andaluz, que cuando llegó apenas si era Juanillo, luego fue Juan, y finalmente, todos conocieron como Don Juan Martínez.

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