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Crónicas al Voleo

Los japoneses que no se rindieron

Los japoneses que no se rindieron
Por Germán Tinti (especial para «Crónicas al Voleo»)

El 2 de septiembre de 1945, a bordo del acorazado USS Missouri fondeado en la bahía de Tokio, el Ministro de Relaciones Exteriores Mamoru Shigemitsu, firmó el Acta de Rendición de Japón; de esta manera, hacía oficial la claudicación que el emperador Hirohito había hecho pública un par de semanas antes.

Japón asumía su derrota, pero no todos sus soldados acataron el acuerdo con los Estados Unidos. Algunos por la firmeza y el dogmatismo de sus convicciones, otros por miedo al deshonor si se rendían al enemigo, no pocos porque no se enteraron del fin de las hostilidades porque habían quedado aislados de sus superiores. Fueron los «zan-ryū Nippon hei» o sea: soldados de Japón rezagados.

Shōichi Yokoi

Algunos resistieron algunos meses después de la capitulación, tal el caso del capitán Sakae Ōba, quien en principio fue dado por muerto en la batalla de Saipan, en la más boreal de las Islas Marianas del Norte, pero en realidad se había escondido en la selva con medio centenar de soldados y 200 civiles japoneses. Allí se mantuvo oculto desde la fecha de la batalla (7 de julio de 1944) hasta que se rindió a las tropas norteamericanas el 1 de diciembre de 1945. Su aparición con vida significó que se le retirara el ascenso póstumo a mayor que le habían otorgado. No obstante, Sakae Ōba se reunió con su esposa, conoció a su hijo nacido en 1937 (cuando fue destinado por el ejército a China) y se convirtió en un próspero hombre de negocio y respetado funcionario público.

«Corre a través de la jungla / no mires atrás»

Sin embargo, muchos permanecieron beligerantes durante años. Como el cabo Shōichi Shimada, que siguió combatiendo en Lubang, una isla a pocos kilómetros de la costa de Manila; finalmente murió en 1954 durante un enfrentamiento con soldados filipinos. El capitán Bunzō Minagawa y el sargento Tadashi Itō vivieron ocultos en Guam desde 1944 hasta mayo de 1960.  Otro integrante de la misma unidad, el cabo Shōichi Yokoi, fue capturado en enero de 1972, cuando dos cazadores le descubrieron mientras pescaba en un arroyo. Si bien había leído los panfletos arrojados desde aviones norteamericanos que anunciaban el fin de la guerra, creyó que se trataba de propaganda enemiga. Regresó a Japón convertido en héroe, pero no pudo superar el hecho de no haber servido bien al emperador.

Hiroo Onoda tenía 20 años cuando se alistó en el ejército japonés. Recibió instrucción como oficial de Inteligencia. En diciembre de 1944, con el rango de teniente, lo enviaron a la isla de Lubang, en las Filipinas, con la orden de hacer todo lo posible para impedir su caída en manos del enemigo. Onoda no debía bajo ninguna circunstancia rendirse ni quitarse la vida. «Era un oficial y recibí una orden, si no la hubiera cumplido me habría avergonzado» explicó Hiroo cuando regresó a la civilización. Él y tres soldados a su cargo se escondieron en la jungla cuando los americanos desembarcaron y si bien recibieron la noticia de la rendición de Japón, al igual que Shōichi Yokoi, pensó que se trataba de un engaño.

Shōichi Yokoi regresa a Japón

Onoda fue perdiendo a sus hombres, que cayeron en enfrentamientos con la policía filipina. Si bien había sido declarado muerto en 1959 y en 1972 era un «one man army», aún permaneció en la selva dos años más, cuando en febrero de 1974 tuvo un encuentro casual con un excéntrico viajero nipón.

«Pensé que escuché un trueno / Llamando mi nombre»

Norio Suzuki era un estudiante que había abandonado la universidad y viajaba por el mundo con tres objetivos: encontrar al teniente Onoda, un panda y al abominable hombres de las nieves (a.k.a. el Yeti). Si bien Onoda y Suzuki entablaron amistad, el militar le hizo saber que solamente se rendiría si se lo ordenaba su superior.

De vuelta en Japón, Suzuki dio aviso a las autoridades, que se contactaron con quien había sido el jefe de Onoda. El comandante Yoshimi Taniguchi, que pasaba sus días como veterano de guerra al frente de una pequeña y surtida librería de los suburbios de Tokio. Así las cosas, Taniguchi debió regresar, 30 años después, a la espesa selva filipina para recibir de manos de su antiguo subalterno la espada ritual, su rifle Arisaka, 500 cartuchos y varias granadas de mano. Si bien en el lapso de su resistencia Onoda mató a unos 30 filipinos y participó en varios tiroteos con las fuerzas de seguridad, el infame presidente Ferdinand Marcos le concedió el indulto atendiendo las especiales circunstancias. Nunca se supo si Suzuki atrapó un oso panda o encontró al Yeti.

Sakae Oba se rinde.

Si bien Onoda gozó de gran popularidad cuando regresó a Japón, a los pocos años se estableció en Brasil junto a su hermano mayor, formó una familia y se dedicó a la ganadería. No obstante, una década después volvió a la tierra natal y fundó una escuela de la naturaleza, el Onoda Shizen Juku que tuvo gran éxito. En 2006 la Fuerza Aérea Brasileña le otorgó la medalla al Mérito de Santos-Dumont. Falleció el 6 de enero de 2014 a la edad de 91 años.

«En la montaña, la magia del trueno habló / Que la gente conozca mi sabiduría»

El último soldado del ejército japonés en rendirse no era japonés. Conocido con el nombre nipón de Teruo Nakamura, sus padres lo habían nombrado Attun Palalin en su Taiwan natal. Con 23 años lo reclutaron para integrar las Unidades de Voluntarios Takasago; una división integrada por extranjeros al servicio del emperador, y destinado a la isla de Morotai, al norte de las Molucas. La isla cayó en manos de las fuerzas estadounidenses el 4 de octubre de 1944.

Hiroo Onoda entregó su sable a su superior al mando.

A pesar de la victoria norteamericana, Nakamura no se rindió y junto a un grupo de sus soldados japoneses se escurrió en la jungla. Diferencias internas hicieron que diez años después Teruo se separara de sus camaradas y se estableciera en un pequeño claro en la selva. Allí construyó una cabaña, la que fue avistada accidentalmente desde un avión a mediados de 1974. En noviembre se organizó una operación de rescate conjunta entre Indonesia y Japón y el 18 de diciembre era atrapado el último combatiente de la Segunda Guerra Mundial.

«Hay doscientos millones de armas cargadas / Satán grita: “apunten”»

El regreso de Nakamura a Japón no generó el entusiasmo de otros repatriados. Teruo no era japonés, se había convertido en un apátrida, Taiwan era ahora dominio chino, pero Teruo no era chino. No hablaba ni japonés ni mandarín. Si bien –como ya hemos dicho– su nombre original era Attun Palalin, la prensa taiwanesa le llamaba por su nombre chino, Lee Guang-Hui; apelativo que desconocía por completo. No obstante, Nakamura se radicó en Taiwan, donde murió apenas cuatro años después de abandonar la selva.

Capítulo aparte para Ishinosuke Uwano, que una vez finalizada la guerra continuó viviendo en la isla de Sajalin. Hasta que se casó con una ucraniana y se estableció en Kiev. Considerado oficialmente muerto en 2000, fue descubierto seis años después, viviendo con su esposa, con la que tuvo tres hijos. Ese año pudo regresar a Japón para visitar a su familia y debió ingresar a su antiguo país exhibiendo su pasaporte ucraniano.

Foto principal: Norio Suzuky y Onoda

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