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Crónicas al Voleo

La cruz de Barbosa

La cruz de Barbosa
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

A las 16.34 del domingo 16 de julio de 1950 unas 200.000 personas (los cálculos más optimistas afirman que eran cincuenta mil más) quedaron absolutamente congeladas. Hasta un instante antes todo era algarabía, festejo y carnaval no solamente en el estadio «mais grande do mundo» sino en los más de 8.500 millones de kilómetros cuadrados que tiene Brasil.

Poco menos de dos horas antes, el Alcalde de Río de Janeiro, el almirante Ângelo Mendes de Moraes, ante esos 200 o 250 mil eufóricos brasileños, había expresado con tono marcial: «Brasileros, ustedes, en unos minutos, serán consagrados campeones del mundo. Ustedes, que no tienen rivales en todo el planeta. Ustedes, que ya saludo como vencedores. Cumplí mi palabra construyendo este estadio. Cumplan ahora su deber, ganando la copa del mundo».

No era el único que vislumbraba la segura consagración del equipo local que llegó con suficiencia a este último partido de la fase final (no fue una final) luego de meterle 7 a Suecia y 6 a España. A lo largo del certamen había resultado invicto, con cuatro victorias y solo un empate, con 21 goles a favor y 4 en contra. El triunfalismo era generalizado.

Esa mañana todos los diarios de Río salieron con la celebración anticipada del título que seguramente los jugadores dirigidos por Flavio Costa obtendrían esa tarde. El «Diario de Río» anunciaba en primera plana que «O Brasil vencerá – A Copa será nossa», «O Mundo», por su parte, anunciaba «Brasil Campeão Mundial de Futebol 1950».

«La noche está de luto / La fiesta termino / El mundo no comprende que pasó / Con el campeón»

Una vieja máxima del fútbol afirma que no hay que festejar por anticipado.

La alborozada celebración de los jugadores uruguayos se perdió en medio de un silencio de muerte. El tiempo parecía haberse detenido y en medio de ese clima irreal un hombre caminaba lentamente a buscar el balón que Alcides Ghiggia había enviado para convertir el segundo gol del elenco charrúa (nadie es realmente periodista deportivo si no utiliza la expresión «elenco charrúa» al menos una vez en su vida). Fueron apenas unos segundos pero parecieron siglos.

Se había acabado la fiesta para Brasil. Había comenzado el infierno para Moacir Barbosa Nascimento. «Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el estadio sobre mí» recordaría más tarde el arquero que hasta esa fatídica tarde era uno verdadero ídolo de la afición brasilera.

«La calle esta desierta / El sueño se perdió / El llanto de un borracho es un botón / De maldición»

Había comenzado a jugar al fútbol en el humilde club Almirante Tamandaré de su Campinas natal como puntero derecho pero al poco tiempo solicitó ir al arco, fundamentalmente porque no tenía ganas de correr. Al tiempo que jugaba al fútbol trabajaba limpiando cristales en el Laboratório Paulista de Biologia y comenzó a estudiar química farmacéutica hasta que el Ypiranga de Sao Paulo lo fichó y su torcida lo convirtió rápidamente en ídolo. Apenas había comenzado la década de 1940 y su carrera comenzó un vertiginoso ascenso que lo llevó a la consideración nacional.

Jugando para Vasco, contra River Plate.

En 1944 firmó con el carioca Vasco da Gama su primer contrato profesional. Ese año peleó el puesto con otros seis arqueros y tan solo jugó dos partidos. Pero al año siguiente se quedó con la titularidad y salieron campeones invictos del torneo estadual, repitiendo vueltas olímpicas en 1947, 1949, 1950 y 1952.

En 1945 fue convocado a la selección brasilera y desbancó al –hasta entonces– indiscutible dueño del arco Oberdan Cattani, figura del Palmeiras. Con el combinado nacional ganó el sudamericano de ese año, como así también la Copa Roca (disputada con Argentina) y la Copa Río Branco de 1947 y 1950 (disputadas con Uruguay). Después de la infausta tarde del Marcaná, Moacir jugó para la selección durante otros tres años y durante cinco en el Vasco. Pero la condena ya pesaba sobre sus espaldas. En 1955 firmó para el Santa Cruz de Recife, al año siguiente Volvió a Río para jugar en el Bonsucesso y en la temporada siguiente volvió a su gran amor, el Vasco da Gama, por dos años. Allí consiguió su último campeonato en 1958. En 1960 pasó al Campo Grande, donde terminó su carrera dos años después, con 41 años, tras sufrir una lesión en el femur.

«Su sombra corta el pasto / En el Maracaná / Repasa la jugada en soledad / Mil veces más»

A Moacir Barbosa, a pesar de su vigencia como futbolista, las puertas se le fueron cerrando, la sociedad no dejaba de responsabilizarlo de la frustración más grande de la historia del deporte brasilero. Y una vez retirado del fútbol las cosas se hicieron más evidentes. No hizo fortuna como futbolista (nadie la hacía en aquellos años) y una vez que colgó los guantes tuvo muchísimas dificultades para conseguir empleo.

En 1963 la administración del Maracaná, donde trabajaba como jardinero, decidió cambiar los arcos del estadio y le regalaron a Barbosa el que significó su infortunio. En la donación había una nueva condena, además de un gesto cínico y cruel. Sin embargo lo aceptó y decidió quemarlo, un poco por el consejo de una mae umbanda, otro poco para hacer un churrasco (el equivalente brasilero a nuestra parrillada). Pero el ritual del fuego no alcanzó para disipar en cenizas las penas de Moacir.

«Un viejo vaga solo / La gente sin piedad / Señala su fantasma sin edad / Por la ciudad»

En 1994, antes de que el seleccionado dirigido por Carlos Parreira partiera a los Estados Unidos para disputar el mundial que le significaría su cuarta copa, Moacir Barbosa intentó llegar hasta la concentración para saludar y desear suerte al plantel. «Que se vaya, ese hombre solo puede traer mala suerte» dijo Mario Zagalo, ayudante de campo de Parreira, cuando se enteró de su presencia. Le cerraron la puerta en la cara.

En 1996, tras la muerte de su mujer Clotilde -y arruinado financieramente con los gastos del tratamiento-, Moacir Barbosa dejó Río y se mudó para Cidade Ocian, en el litoral paulista, donde alquilaba un apartamento de un dormitorio y subsistía gracias a la ayuda que le brindaban los pocos amigos que le quedaban. Hasta sus últimos días lo persiguió la negra sombra del gol de Ghiggia.

Aunque el Vasco de Gama terminó otorgándole una pensión vitalicia, Moacir Barbosa Nascimento falleció en la pobreza y el olvido el 8 de abril de 2000. A los 79 años por un derrame cerebral. «No soy culpable. Había 11 de nosotros» repetía a quien quisiera escuchar; y agregaba «la pena máxima en Brasil por un delito son treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida». Gigghia, por su parte dijo que «yo no sé si habré hecho bien en convertir ese gol».

Los versos del cantante uruguayo Tabaré Cardozo bien pueden servir de epitafio:

«Cuida los palos Barbosa / Del arco del Brasil / La condena de maracaná / Se paga hasta morir
Quema los palos Barbosa / Del arco del Brasil / La condena de maracaná / Se paga hasta morir»


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