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Doña Chola: una historia a puro barrio y almacén

Del archivo de Cosas Nuestras, repasamos la vida de Doña Chola, toda una vida frente a un almacén de barrio.
Del archivo de COSAS NUESTRAS

Llegás a barrio General Bustos, y a cualquiera que le preguntés, te sabe decir cómo encontrar el almacén de Doña Chola. O de la abuela Chola, como la rebautizaron los vecinos por una cuestión de respeto a su edad.

San Juan 202. Haciendo esquina con San Martín, en uno de los sectores con mejores y más bellas vistas que tiene la ciudad. Allí está el almacén. Que no tiene cartel, pero que todos saben que es “lo de Doña Chola”, como desde hace tantos años. Su familia, generosa, abre las puertas de su casa, te deja entrar en la intimidad de una historia de casi 88 años; en la vida misma de una mujer trabajadora que no nació acá, pero que adoptó la ciudad como suya y trabajó toda su vida en ella para sentirla como propia.

Allí, sentadita a la cabecera de la mesa, está Doña Chola. Guapa, guapísima, recién peinada. Porque la gente de su generación sabe que para recibir visitas hay que estar siempre bien presentada. Nos recibe con una sonrisa amable, la misma con que atendió su almacén durante décadas. Con un hilo de voz comienza a contar su historia de vida. Está rodeada por sus hijos, que la ayudan a recordar y a contar lo que no le sale, o no se anima a decir. Doña Chola, comerciante, trabajadora, madre, mujer. Símbolo de barrio.

Hablemos de ella

María Isolina Heredia de Quinteros nació el 10 de agosto de 1930 en Dean Funes, en el norte cordobés. Llegó a nuestra ciudad a los 18 años, cuando se casó con Pablo, el amor de su vida. A poco de llegar a Alta Gracia, le compraron a Don Pedro Vergara la casa, cerquita del arroyo, en barrio Sur, a la vuelta de la Bateíta. Allí vivieron e instalaron su primer negocio. Pocos años más tarde, decidieron mudarse a barrio General Bustos, una incipiente zona de nuestra ciudad creada al compás del ferrocarril y las canteras del Cerro.

Eran los albores de los años cincuenta cuando decidieron trasladar su despensa y sus sueños a este barrio. “La zona era todo monte, con muy pocas casas; los pocos clientes que había eran los obreros del ferrocarril que trabajaban en el Cerro y empleados municipales”, recuerda Doña Chola de aquellos tiempos. Años en que el mejor reloj que había en la zona era la sirena de las canteras del ferrocarril: “sonaba la primera a las 5:25 de la mañana, y la segunda a las 5 y media, avisando a todos los obreros que iba a pasar la zorra levantándolos para llevarlos al Cerro”, rememora.

Vecinos, clientes, amigos

Con el tiempo, el barrio fue creciendo, las casitas se multiplicaron, y fue aumentando también la clientela. En la memoria de Doña Chola comienzan a aparecer los nombres de aquellos clientes, que más que clientes eran amigos: Perico Quintana, la famlia Chávez, la familia Alfonso, los Heredia, Justo Vergara. Eran vecinos, amigos de la familia que cuando llegaban a hacer las compras, se quedaban tomando mate y charlando de la vida… Mientras Doña Chola atendía su despensa, su marido -picapedrero- trabajaba en distintas obras de la ciudad (entre ellas el arco del Crucero, el Monumento a San Martín y los trabajos en empedrado en el acceso al santuario de La Gruta).

El trabajo no impidió que la familia creciera: con los años llegaron Pablo (Paulino), Juan, Norma y Roberto, que hoy sigue la tradición familiar de atender el negocio. “Nosotros nos hemos criado en el barrio, con diversiones de barrio humilde. El arroyo, las bolitas, el fútbol, la payana fueron parte de nuestra vida”, cuenta Roberto, su hijo menor. “Yo jugué en el Cerro, que tenía la cancha a una cuadra de casa. Los domingos tanto ella como mi papá iban a verme casi siempre”, agrega Paulino. La charla, poco a poco va derivando en las historias del barrio, de sus anécdotas y sus personajes. Es que así transcurría la vida de Doña Chola y su familia. Algo de diversión los domingos, con el fútbol o en familia (“Ibamos a lo de la tía Celia a almorzar y nos quedábamos a jugar al naipe toda la tarde”, cuenta Norma).

Hablando de familia, hoy Doña Chola cuenta 4 hijos, 9 nietos, 18 bisnietos, un par de tataranietos y hasta un chozno. Da gusto ver cómo se le ilumina la cara a la abuela cuando habla de su familia, de cómo se ha multiplicado y de cuántos son luego que hace mucho llegaran solitos ella y su marido desde Dean Funes… “De vez en cuando nos juntamos todos, o casi todos. Se arman unas fiestas grandes, somos muchos”, dice.

“A mí siempre me gustó Alta Gracia, desde que conocí este lugar. A Dean Funes volví de vez en cuando porque tengo parientes, pero elegí vivir acá”; Doña Chola se define altagraciense por decisión propia. En el año 91, falleció Pablo, su marido y eso hizo que sus hijos fortalecieron más todavía su cercanía con Chola.

Vivir y crecer en el barrio

Doña Chola fue testigo privilegiado del crecimiento del barrio. La historia de la Iglesia del barrio lleva a recordar al Padre Viera: “Lo conocí, era muy especial, muy campechano. El siempre con su vasito de vino, jugando a los naipes, contando cuentos y cerquita siempre de la gente”, rememora.

El club, la iglesia, eran instituciones por donde pasaba la vida del barrio. Y la despensa, no era la excepción. “Eran tiempos en los que se vendía todo suelto, el azúcar, la yerba, los fideos, el aceite, el alcohol, el querosén. En el negocio había de todo. Alpargatas, por ejemplo, había montones. Cuando los muchachos del Cerro cobraban venían a comprar las alpargatas. Vendíamos también carbón suelto”.

Y era todo sacrificio. Cuenta Paulino: “para enfriar las bebidas, íbamos a buscar barras de hielo a la fábrica allá al lado del arroyo y las traíamos a pulso subiendo por el monte. Luego mi papá nos compró una bici, pero más difícil todavía traerlas. Y eso era todos los días. Por suerte después compramos una heladera a querosén”. “Recuerdo a Don Inocenti que traía la mercadería en una chata Ford que andaba a querosén. El nos vendía el aceite, los fideos…”, agrega Roberto.

Tiempos en los que la palabra valía fortunas y era la única firma que se necesitaba para sacar fiado. Además, no había domingos ni feriados ni horarios. “Por ahí golpeaban la ventana a las doce de la noche o golpeaban la ventana pidiendo que les vendieras vino. Y les abrías, y les vendías porque no había otro lugar para comprar en la zona”, recuerda la abuela. Así creció y sobrevivió a lo largo de los años, la despensa de Doña Chola.

Siguen surgiendo nombres de vecinos que fueron sumándose con el tiempo… Don Bustos, Pocho Heredia… los Martínez, Andrea Rearte, Don Picchio, María Luisa, los Valdivia… nombres y recuerdos que se entremezclan en la memoria entre veranos en el arroyo y carnavales que se jugaban entre vecinos.

Doña Chola, tiene 89 años y es una de las tres hermanas que aún viven de los 9 que fueron (siete mujeres y dos varones), nacidos todos en El Estanque, en la zona rural de Dean Funes, ahí donde nacen las sierras chicas. Ha atendido su almacén desde los 18. Toda una vida detrás del mostrador y, lo que es más importante, convirtiéndose en protagonista y testigo del crecimiento de la ciudad al compás de sus industrias, sus protagonistas y sus personajes. En agosto cumple 88 y está más guapa que nunca.

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