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Bar La Polar: una historia a puro vino y amistad

Bar La Polar: una historia a puro vino y amistad
De los archivos de «Cosas Nuestras»

Bar la Polar… Robándole frases casi textuales a una canción, podríamos decir que “hay bares con historias, y bares nada más”. En el caso de La Polar encontramos un bar con una historia tremenda, y con miles de historias escritas en sus mesas y su mostrador durante más de medio siglo.

Personajes, amistades grabadas a fuego, encuentros memorables, asados interminables, anécdotas imperdibles. Todo ello reúne el reconstruir la historia de este mítico bar que tuvo nuestra ciudad. Una extensa charla con Rubén y Graciela, quienes fueron sus propietarios durante cuarenta años nos dejaron con ese gustito que uno siente cuando se da cuenta que está ahondando en el pasado de uno de los sitios emblemáticos de la ciudad.

Rubén y Graciela, recordando historias de La Polar

Porque -a no dudarlo- La Polar tuvo una magia distinta, un “algo” que lo hizo diferente a los demás bares, y que lo marcó. Nadie que se precie de haber vivido en Alta Gracia puede desconocer que hubo un bar llamado La Polar, que estaba enclavado en pleno corazón de barrio Sur, y cuya fama trascendió a toda la ciudad.

Obreros, changarines, médicos, abogados, deportistas, políticos y eternos abonados al vaso de culo gordo 
y vino grueso, fueron sus habitantes. Nadie que haya pasado por su salón o por su patio con parra podrá olvidarlo jamás. 

Los inicios

Para conocer los primeros años de La Polar hay que remontarse a la década del ´50, cuando Renato Gavaz en 1951 abrió en el tradicional local de Arzobispo Castellanos 351 la Heladería Polar. Riquísimos helados artesanales con receta propia traída de Italia, que años más tarde el mismo Renato mudara a San Remo, en pleno centro. Comenzaba a escribirse la historia.

En los años sesenta, la familia Núñez se haría cargo del local y trabajaría definitivamente como bar. Repasemos aquellos primeros años. Nos lo cuenta Rubén: “Vinimos a Alta Gracia y mi viejo compró el bar San Patricio, en el Alto. Ahí lo conocimos a Renato, que nos vendía helados. Le compramos La Polar en 1968, yo tenia 14 años. Eran épocas que bajaba la gente de las sierras para la procesión. Compraban en las tiendas y luego se venían a comer (había minutas, sándwiches) al bar; luego de la procesión, volvían. Se llenaba el local y el patio. ¡Qué manera de tomar sangría!”, recuerda de aquellos años. Tiempos en que el vino se servía en vaso, o en botella de litro. Pedías Toro, o Luchessi, no había mucho más para elegir. Tinto, blanco o blanco dulce, que en definitiva, no era para pintar…

“En aquellos años, atendían mis viejos (Carmen y José); mi vieja venía a hacer la limpieza a las 6 de la mañana y mi viejo cerraba tipo 3 o 4 de la mañana. A las 6 de la mañana, la clientela eran los changarines que venían a “buscar fuerzas” para el trabajo”, dice Rubén.

Clientes y amigos

Al fallecer su padre, Rubén y Graciela se hicieron cargo de La Polar. Y de esos años, recuerdan a muchos clientes fijos; algunos terminaron yendo junto a sus hijos y hasta sus nietos. “Don José Stegmayer, los muchachos del Policlínico Ferroviario, la gente que trabajaba en el Cerro, los changarines, los empleados de la Kaiser y muchos otros eran caras conocidas”, cuenta Graciela. Y así van surgiendo nombres y anécdotas.

Lo que pasaba en La Polar, quedaba en La Polar. Así de simple. Templo eterno de amistad y vino, el bar se fue convirtiendo en un ícono de la ciudad.

Bares, por ese entonces, había muchos (Los Mineros, La Chulita, el Torino, El Serrano, Los Primos; además estaban los clubes y los comedores), pero La Polar pareció siempre poseer una magia distinta. Lo define Graciela: “el secreto tal vez haya sido la familiaridad. Yo empecé a venir cuando estaban mis suegros. Tenía 15 años, venía los sábados a la tarde a lavar vasos. Los clientes viejos, prácticamente me han criado. Había otros códigos, nunca a nadie se le escapaba ninguna guarangada ni faltaba el respeto. Y siempre todos sabían, que el que se portaba mal, no entraba más. No hacía falta que lo echaran, se iba solo”.

“Con el Negro Domínguez organizábamos la fiesta de fin de año. Todos poníamos unos pesos por mes. El era el encargado de juntarlo, se depositaba en el banco, y a fin de año se hacía la fiesta en el Club Colón, con todas las familias. Se compraba una vaca para hacer carne con cuero, las mujeres hacían las empanadas, había sorteos, orquesta para bailar, regalos, y con lo que sobraba, se compraba un entero del Gordo de lotería. Nunca ganamos nada con el entero, pero nos divertíamos a lo grande. La Polar trascendía el negocio, era un grupo de amigos”, agrega Rubén.

Las anécdotas

Cientos, miles, que salen a la luz enseguida. Algunas tan increíbles como las historias que contaba el Loco Ríos, por ejemplo. “Las historias del Loco Ríos no tenían comparación. Fabulaba hasta con detalles. Como aquella cuando contó que estuvo en la guerra de Malvinas, y la Tatcher lo terminó invitando a tomar un café en El Quijote para explicarle por qué hacía la guerra”, recuerda Rubén entre risas. “Claro, de vez en cuando en medio de los relatos, el Loco hacía una pausa y pedía otro vino”, agrega. “Y así, entre vinos y anécdotas se hacían las cuatro… las cinco… las seis de la mañana”. O cuando Ignacio, el peticito que vendía pastelitos lo hartó al Patón Romo. “El Patón lo agarró, y lo tiraba hasta el techo y  lo agarraba, así dos o tres veces, y luego lo dejó sentado arriba del mostrador, con las patitas colgando y gritando que lo bajen”. 

Los clientes fijos tenían “su” mesa. Y en un breve ejercicio de memoria, Graciela dice: “Se sentaban siempre en el mismo lugar. Aquella  mesa (en uno de los costados) era la mesa de Don Casitas –el que manejaba el mateo en la plaza- y de Don Vicente Sulzius, que le decían el ballenero. Se sentaban en esa misma mesa todos los días. Un día se pelearon, pero se pelearon mal, discutieron… pero a la mesa no la dejaron. Llegaba primero Vicente, y se sentaba a tomar el vino. Entonces, cuando llegaba Casas, se sentaba de costado. Casas hacía lo mismo, se sentaba sin mirarlo y lo puteaba por lo bajo, pero a la mesa no la largaban…”

Bajo el parral

Otro capítulo imperdible en la historia de La Polar la escribieron sus memorables asados en el patio trasero, bajo la parra. Viernes, sábados, o cuando pintara, se armaba la fiesta. “Los viernes eran 20 o 30 amigos donde convivían el obrero, el changarín, el doctor y el político. A veces, Carlitos Altamirano tocaba la guitarra… y estaban los cantores de tango que competían. Oscar Barrera, el Negro Micho que era policía, el Patón Romo padre, Hugo Heredia, Chávez, el Cholo Montenegro. Había concurso, había jurado y había siempre un ganador. ¡Y siempre cantaban lo mismo, cada uno tenía su tango… a veces ganaba uno, a veces ganaba otro…”, rememora Rubén con emoción recordando incluso hasta qué tango cantaba cada uno de ellos.

Pasaron todos

Por el salón y el patio de La Polar, pasaron todos. Changarines anónimos, obreros de fábricas que hace rato cerraron, profesionales, periodistas, deportistas y hasta curiosos de otras ciudades que se llegaron intrigados por conocer el mítico bar de barrio Sur.

Hasta se filmaron publicidades y documentales retratando lo que era aquel bar de nuestra ciudad. Siguen desfilando nombres… el Turco Juan Salomón, los infaltables Federico Ferreyra y el Tío Monti (“yo lo vi masticándose un vaso, mi viejo lo sacó del bar”, recuerda risueño Rubén), Vicente GodoyPablo Salgado (“el cabrero colorado”), el Patón Romo… y siguen las firmas.

A todo color

La Polar fue pionera en muchas cosas. Entre ellas, tuvo el privilegio de tener el primer televisor color que hubo en Alta Gracia. “Lo compramos unos meses antes que empezaran las transmisiones. Era un Ranser 26´. Venían al bar hasta para sacarle fotos!!! (risas), el 1 de  mayo del 79 cuando se inauguró la televisión en color, no cabía un alfiler en el bar, estaba repleto”, recuerdan Graciela y Rubén. Y así van pasando historias, anécdotas. A través de los años, Rubén y su esposa fueron convirtiéndose en guardianes de secretos, confesores de medianoches de vino y canto.

Toda esta gente formó parte del paisaje de un bar que marcó época en Alta Gracia. La historia terminó en el 2005 por circunstancias que no merece la pena mencionar. La leyenda de La Polar, sin embargo, perdurará por siempre.

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