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Osvaldo: medio siglo de crema y chocolate

Osvaldo: medio siglo de crema y chocolate

Del archivo de Cosas Nuestras

Osvaldo. Al grito del heladero, los chicos salíamos corriendo a pedirle unas monedas a nuestros padres “antes que se vaya” calle abajo en la siesta caliente de un enero cualquiera. Desde lejos se hacía escuchar su “¡tacita, palito, bombón, heladooo!”, tan característico. Y vos sabías que él pasaba, pregonaba su dulce mercadería, y si nadie lo paraba o lo llamaba, seguía rumbo al Parque Infantil, o camino al arroyo, siempre firme en su paso vendedor.

Entonces, corrías a su encuentro, le pedías un helado “sanguchito” de esos que sólo él vendía y que fabricaba don Said Najle en la vieja y querida Santa Rosa, y sentías cómo, con cada lamida, la vida comenzaba a tener sentido bajo el sol abrasador de aquel verano. Vos sabías que el heladero (para vos todavía no tenía nombre) era el nexo entre el calor y el sabor. Entre la sed y la frescura; y aprovechar su “puerta a puerta” era como dar un paso adelante a la hora de sobrevivir hasta que se hiciera la hora de tomar la leche en casa.

Las tacitas, a diferencia de los sanguchitos, eran de dos gustos. Crema y chocolate; frutilla y
limón. Gustos tradicionales, simples, sin mucha vuelta ni sofisticaciones, que al fin y al cabo, la idea era que les gustaran a todos.

Y allí pasaba el heladero, todos los días, cada día de tu vida de pibe; a grito ronco haciéndose
sentir en la siesta altagraciense. Parece que fue ayer, y en realidad, su grito permanecerá eterno en la memoria de varias generaciones que encontraron en Osvaldo (porque ahora sí que tiene nombre), el consuelo momentáneo a una tarde de verano, saboreando un helado con tus amigos del barrio, a la sombra de una mora.

Historia de inmigrante

Osvaldo Maiochi cumplió hace poco 83 años. Llegó a nuestra ciudad desde su Toscana natal allá por 1948, con casi 11 años para construir su vida en base a trabajo. Casi que podría decirse que su vida resume lo que fueron los días de los inmigrantes que llegaban a estas tierras buscando un futuro.

Alta Gracia por entonces casi que se acababa apenas te caías del centro y sus alrededores;
con calles de tierra, pocos autos y vecinos que se conocían entre todos. Hacía poco había recibido el título de ciudad, y el Reloj Público se lucía con su estructura reciente junto al Tajamar.

Eccio, su papá, había llegado un tiempito atrás y tenía una carnicería que estaba ubicada en
calle España, casi al frente de los Luppi. Ese sería el ámbito donde “Bimbo” (sobrenombre
que lo acompaña hasta el día de hoy y que es el equivalente al “Pibe” rioplatense), comenzaría
a transitar su vida en Alta Gracia. Cursó sus estudios en el Colegio San Martín y en el
Santiago de Liniers. Allí tuvo que aprender a hablar en castellano y a hacer sus primeros amigos.

En calle Liniers 261 estaba la casa familiar. Cerca del centro, de la carnicería, de los sitios de
reunión de la colectividad, como lo era el Círculo Italiano frente a la Plaza Mitre. Osvaldo desde siempre, alternó la escuela con el trabajo en la carnicería junto a su padre. Terminó el sexto grado, y el día a día en el comercio fue prioridad para sostener la economía familiar. Así, hasta que tuvo treinta años. El fallecimiento de su padre motivó un obligado cambio de planes y tuvo que buscar trabajo en otro lado; tras algunos intentos fallidos en relación de dependencia, Osvaldo decidió que debía “hacer la suya”.

Rodeado de María, su madre y de Eccio, su padre.
A la calle

Y allí fue donde murió el carnicero y nació la leyenda urbana. Porque desde ese día, Osvaldo, el gringo, “Bimbo”, comenzó a hacerse más conocido que nunca, caminando las calles de la
ciudad. Llevando su carrito por todos los rincones de Alta Gracia, pregonando sus helados, empezó a convertirse en personaje. “Nunca me faltó nada, y pude sostenerme a mí y sostener a mi madre hasta que falleció. Todo con el trabajo de la venta callejera, algo que elegí y que me gustó siempre hacer”, dice orgulloso Osvaldo hoy, a la vuelta de tantos años. Es que nadie podrá quitarle a este hombre la virtud de haberse sabido labrar un destino a fuerza de trabajo honesto, responsable y sacrificado durante décadas.

Los Najle

La familia de Don Said Najle, dueños de la mítica heladería Santa Rosa (hoy La Merced) fueron los primeros que le abrieron la puerta, y sus productos lo marcarían para siempre: a partir de ese momento, Osvaldo sería “el heladero del pueblo”, pregonando sus dulces productos por la calle, en horarios donde ni los lagartos se atrevían a cruzar el
pavimento.

Junto a su hermana, en Italia antes de venir a la Argentina.

“Salía tipo 2 de la tarde, cargaba las dos heladeras con tacitas, palitos y bombones y a la calle.
Hasta que se hiciera de noche, se acabaran los helados o definitivamente me cansara. Muchas veces volvía recién como a las diez de la noche. Porque ir con el carro por las calles de Alta Gracia, con subidas y bajadas no era fácil”
, cuenta Osvaldo. Pero su día laboral, lejos estaba de comenzar luego del almuerzo. En realidad, su pregón empezaba mucho antes. Por las mañanas, ese mismo carrito llevaba pescado que Osvaldo también pregonaba por las calles. “Me proveía de pescado Bonvín, en un primer momento. Siempre se portó muy bien conmigo”, recuerda.

Lo suyo era muy simple: “yo no trabajaba para ellos, ni para Najle ni para Bonvín, simplemente me daban mercadería que yo vendía en forma independiente. Rendía lo vendido y me quedaba con la diferencia. Siempre me gustó ser independiente”.

Y así fue construyendo su vida. Con el esfuerzo diario, transpirando la gota gorda cada día del año, año tras año. Y con la venta del helado y del pescado, logró mantener a su madre y mantenerse él mismo. Osvaldo lejos está de cobrar una pensión de su Italia natal. Apenas si hoy tiene una jubilación mínima que logró obtener luego de ir aportando centavo sobre centavo con la labor de ventas. “Todos creen que tengo algo de Italia, pero nada que ver. Si yo de allá me fui a los diez años, no trabajé ni hice el servicio militar allá”.

Y hoy, luego de más de cincuenta años, sigue saliendo a la calle; ya no vende ni helado ni pescado, pero va caminando la ciudad vendiendo el praliné que él mismo fabrica y que según algunos, tiene un sabor especial.

“La ciudad siempre se portó muy bien conmigo. En casi cincuenta años solo dos veces tuve
problemas con unos vivos que me asaltaron, pero eso no significa nada. La gente siempre me
trató muy bien, yo siempre respeté a todos y todos me respetaron”.

A Osvaldo todavía el día de hoy se le mezcla alguna tanada con su castellano aprendido de niño. Por sus recuerdos transitan muchas personas, muchas calles, infinidad de anécdotas que elige guardarse para sí.

La familia: historia de guerras y promesas de amor

La historia familiar de Osvaldo Maiochi se nutre de capítulos duros, complicados, pero que lo fueron forjando como persona y como trabajador. Su padre, Eccio, se vino a la Argentina tras combatir en la Primera Guerra Mundial, dejando a su novia en Italia y prometiendo buscarla un día. La cuestión es que Eccio cumplió, envió el dinero para el pasaje, pero ella (María) nunca se animó a viajar sola hasta estas tierras. Así, la historia se terminó y él decidió abrir su corazón a una muchacha joven de nuestra ciudad, de solo 17 años. Se casó con ella y tuvo una hija. A los pocos años, el destino quiso que quedara viudo y así, con su pequeña de solo 4 años, decidió volver a Italia con el objetivo de reconquistar a su viejo amor.

Tocando el acordeón, una de las pasiones de su vida.

De aquel reencuentro, al poco tiempo nació Osvaldo y estaba todo listo para volverse, los cuatro, a nuestro país. Sin embargo, el destino fue esquivo una vez más: estalló la Segunda Guerra Mundial a días de embarcarse y Eccio debió volver a las trincheras. Y su familia, a sufrir las miserias y los horrores de una guerra que les era ajena, pero que debieron soportar.

Recién el 15 de enero de 1948, Osvaldo y madre pudieron dejar tierras italianas para venirse a la Argentina. Aquí comenzaría otra historia, la que ya relatamos y es más conocida.

Su padre falleció joven, con solo 66 años, cuando Osvaldo apenas contaba con 32 pirulos. Su
madre tenía 86
cuando lo dejó. Osvaldo eligió no tener compañera “tuve una novia, pero nada
serio, no me gustó nunca casarme, preferí siempre estar solo para pelearla”.

Osvaldo, amante de la canción lírica, del acordeón (que estudió bajo la tutela del Maestro Gambino) y aficionado a ver boxeo, hoy vive sus días rodeado de su familia. Sus sobrinos Adriana y Claudio, y sus sobrinos nietos son sus afectos más cercanos. “No tengo enemigos,
pero elegí tener pocos amigos a lo largo de mi vida. Es que siempre me he movido en un círculo muy chico, donde elegí mirar hacia adentro de la familia para fortalecer los lazos con quienes más quiero”.

nakasone