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Crónicas al Voleo

La diva que inventó el wi-fi

La diva que inventó el wi-fi
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Eva Maria Kiesler era la única hija de un matrimonio judío de clase alta de Viena, la glamorosa capital de Imperio Austro – Húngaro. Nació el 9 de noviembre de 1914, pocos meses después que el asesinato del Archiduque Franz Ferdinand decretara el inicio de la Primera Guerra Mundial.

Desde niña recibió una esmerada educación que permitió que a los 11 años tocara el piano a la perfección, se destacara en danza y hablara con naturalidad cuatro idiomas. Pero la pequeña Hedwig se destacaba también en la escuela y sus profesores la consideraban superdotada. Nadie se sorprendió que la joven comenzara estudios de ingeniería: las matemáticas la apasionaban tanto como el arte dramático.

Pero fue la actuación la que ganó la batalla de las vocaciones, así que abandonó los estudios universitarios y, alentada por Max Reinhardt, un productor cinematográfico y director de teatro y cine que terminaría teniendo una importancia vital en la renovación del teatro moderno, se mudó a Berlín para profundizar su formación actoral.

Un film escandaloso

De regreso en Austria, rodó algunas películas en Checoslovaquia, pero la fama le llegó cuando se estrenó el filme del director checo Gustav Machaty «Éxtasis» que se convirtió inmediatamente en el centro de la polémica en toda Europa. Allí, Hedwig protagonizaba el primer desnudo integral de la historia del cine comercial y, por si fuera poco, también representaba por primera vez un orgasmo femenino en la pantalla de plata. Tenía 18 años y era dueña de una belleza cautivante.

Estamos en 1932. Es casi innecesario remarcar que el filme provocó un alboroto sin precedentes en la conservadora sociedad austríaca primero y en el resto del viejo continente poco después. El oprobio se adueñó de la familia Kesler. El filme fue catalogado como un escándalo sexual y recibió censuras y condenas desde los cuatro puntos cardinales. Obviamente que el Vaticano también puso el grito en el cielo.

Sin embargo, el multimillonario Friedrich Mandl se enamoró de la osada actriz, pidió autorización a sus padres para cotejarla y al poco tiempo le propuso casamiento. El matrimonio Kesler encontró en este fabricante de armas la manera de abandonar la vergüenza pública y aceptó gustoso la propuesta.

Un tipo celoso

Mandl era amigo y proveedor de armamento de (atención) Adolf Hitler y Benito Mussolini, quienes eran habituales invitados al castillo vienés donde residía el matrimonio. Pero la vida de Hedwig distaba mucho de ser un cuento de hadas. Estaba prácticamente secuestrada en el palacio, su marido había intentado adquirir todas las copias de su famosa película para destruirlas (alguna se salvó, afortunadamente).

El amigote de los dictadores era un celoso patológico y sometía a su esposa a una estricta vigilancia. Solamente podía salir de la residencia para acompañarlo a reuniones sociales y en la privacidad del hogar Hedwig solamente podía quitarse la ropa (aún para bañarse) ante la atenta vigilancia del empresario.

Aislada en el castillo, Hedwig entabló una relación sentimental con su asistenta y, finalmente, con su colaboración pudo escapar de su marido/secuestrador en 1937. Si bien la versión más conocida indica que se escapó por la ventana del baño de un restaurante, en sus memorias la actriz sostiene que en realidad dopó a su asistente y se fugó con sus ropas.

Amiga del león

La huida fue novelesca. Solamente llevaba lo puesto y algunas joyas que le permitirían llegar en automóvil (¿o en tren? Las fuentes no se ponen de acuerdo) a París, luego cruzar a Londres y embarcarse hacia Estados Unidos. Recién en alta mar los sabuesos de Mandl dejaron de pisarle los talones.

Con Hedwig fuera de su alcance, Fritz Mandl se dedicó a sus negocios con Adolf y Benito, a casarse y divorciarse una y otra vez y, una vez finalizada la guerra, a construir un castillo en La Cumbre, adonde llegó y vivió gracias a su amistad con Perón (como tantos otros).

En los lentos días de navegación, en alguno de los lujosos salones del recientemente botado transatlántico Normandie, entabló relación con Louis Burt Mayer, que no era un pasajero cualquiera. Estamos hablando de la segunda M de la MGM, empresa también conocida como Metro-Goldwyn-Mayer. Antes de llegar a Nueva York, Hedwig Kiesler-Mandl ya era Hedy Lamarr y tenía un contrato para que el león de la Metro rugiera también por ella.

Una chica glamorosa

Su carrera cinematográfica no fue lo espectacular que había imaginado. Rechazó la posibilidad de interpretar a Lisa Lund en «Casablanca» y a Bella Mallen en «Luz de Gas» (Ingrid Bergman ocupó el lugar vacante en ambos casos). No obstante filmó una treintena de películas hasta que obtuvo el protagónico en «Sanson y Dalila», su mayor éxito, en el cine.

Cuando Estados Unidos ingresó en la Segunda Guerra, y alentada por sus estudios de ingeniería y su odio a los nazis, se ofreció como voluntaria para colaborar con el desarrollo de la tecnología bélica. Pero eran los años ’40 y le dijeron que lo mejor que podía hacer era explotar su bella figura para que los norteamericanos compraran bonos de ayuda a las fuerzas armadas. Años después definiría esa situación (y otras tantas que debió soportar) con una frase fulminante: «Cualquier chica puede ser glamurosa. Todo lo que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida». A pesar de todo, hizo lo que le recomendaron, y no le fue mal: en una velada ofreció un beso a cada hombre que comprara 25 lucas verdes en bonos. Recaudó siete palos de esos años (21, al cambio actual).

Pero eso no la conformaba y nunca abandonó el deseo de demostrar que era algo más que una cara bonita. En una reunión conoció al pianista y compositor George Antheil, quien en 1926 había presentado en Parías el «ballet mecánico».

La clave del wi-fi

Antheil se convirtió primero en el profesor de piano de Hedy, después su amigo, su confidente y –finalmente– su ocasional amante. Pero también fue su socio en el desarrollo y patentamiento de la primera versión del espectro ensanchado (técnica de modulación empleada en telecomunicaciones para la transmisión de datos digitales y por radiofrecuencia), que permitiría las comunicaciones inalámbricas de larga distancia, prácticamente imposibles de interceptar. Hoy todos tenemos eso al alcance de nuestro celular y lo encontramos tanto en el gps como en el wi-fi.

Sin embargo, como quien fue a patentar el revolucionario invento fue una mina que estaba buenona, los papeles fueron debidamente cajoneados y se cubrieron de polvo hasta dos décadas después, cuando –una vez vencidos los derechos– fueron rescatados del olvido y el invento puesto en práctica por primera vez en ocasión de la «Crisis de los misiles».

La decadencia

Ni Hedy ni George vieron un peso por su invento. Y para Lamarr vendrían las peores épocas. Después de Sansón y Dalila (1949) su carrera comenzó un lento pero sostenido declive. Los fracasos matrimoniales se sucedían y las pastillas y las cirugías estéticas no servían para revertir su depresión. Por el contrario, la alimentaban.

Para empeorar el panorama, comenzó a padecer cleptomanía y por ello pasó varias noches en el calabozo, en medio de resonantes escándalos mediáticos. Finalmente se mudó a una mansión en Miami y allí se recluyó para pasar sus últimos años.

Triste y solitario final

El reconocimiento llegó cuando el siglo XX se despedía. En 1997 la Electronic Frontier Fundation le otorgó, a ella y a Antheil, el EFF Pioneer Award. Cuando le comunicaron la distinción solamente atinó a murmurar, con rictus de desprecio, «ya era hora». George Antheil no dijo nada, había muerto en 1959.

En un tardío homenaje se instituyo la fecha de su nacimiento, el 9 de noviembre, como el «Día Internacional del Inventor». Murió a los 85 años, el 19 de enero de 2000. Vivió según su máxima favorita: «La esperanza y la curiosidad sobre el futuro me parecían mejores que lo seguro del presente. Lo desconocido siempre fue tan atractivo para mí … y todavía lo es».

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