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Crónicas al Voleo

El final del bandido de la luz roja

El final del bandido de la luz roja
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

A las 16.30 del 1 de mayo de 1960 le llevaron a su celda su última cena: hamburguesa con papas fritas y chocolate caliente. Cómo último deseo pidió repetirla a medianoche. Se fue a dormir con el estómago lleno. Pocas horas después recorrería el tenebrosamente conocido como el «pasillo de la muerte».

Doce años antes, en 1948, una serie de robos y violaciones conmocionaron a la localidad de Pasadena, cercana a Los Ángeles. Por esa época Caryl Whittier Chessman había salido de prisión tras cumplir condena por robo. Primero fue una mercería, luego robaron una cupé Ford modelo 1946, en ambos casos fueron dos personas y utilizaron el mismo tipo de arma, una 45 semiautomática.

«Viejo Caryl Chessman / Respira otra vez»*

Después se registró una seguidilla de asaltos a parejas que detenían sus autos en la oscuridad para hacerse demostraciones de cariño. En este caso se trataba de un delincuente solitario que se conducía en una cupé Ford de similares características a la robada en Pasadena, a la que le había agregado una luz roja similar a la que utilizan los policías de civil. Nacía la leyenda del «bandido de la luz roja».

Pero este delincuente furtivo no se limitaba a robar. En pocos días interceptó a parejas y sometió a las muchachas a sus bajos instintos a punta de pistola. Hasta que la noche del 23 de febrero los tripulantes de un patrullero de North Hollywood persiguieron una cupé Ford que coincidía con la descripción que habían dado las víctimas de los asaltos sexuales y también los testigos de una tienda de ropa en Redondo Beach pocas horas antes. Así lograron detener a dos sujetos que identificaron como Caryl Chessman y David Knowles.

«Viejo Caryl Chessman! / Gritaba enfurecido / Un tal Brigitte Bardot»*

En los interrogatorios a los que fueron sometidos, Chessman y Knowles reconocieron que juntos venían cometiendo algunos robos, pero ninguno admitió ser el «bandido de la luz roja». Sin embargo un par de víctimas creyeron reconocer a Chessman como el hombre que las violó, pero ninguna estaba del todo segura.

Al cabo de varios días, Caryl admitió ser el hombre que buscaban, pero una vez en el estrado judicial se retractó y denunció haber confesado bajo tortura. «Yo no soy un violador, nunca lo he sido. Yo soy un ladrón».

Pero no sirvió de nada. Buscaban un culpable y Chessman se donó. Durante el juicio solamente aceptó la participación de abogados oficiales para que lo asesoraran en una defensa que pretendió conducir él mismo.

Esto me hace acordar a una escena de la película «Los enredos de Wanda», cuando el abogado Archie Leach parafrasea la frase atribuida a Abraham Lincoln: «Quien se defiende a sí mismo tiene un tonto por cliente y un imbécil por abogado».

Bueno, todo eso se le pudo atribuir a Chessman en el juicio. A punto tal que el diario Los Ángeles Daily News publicó que se comportó como «un idiota pomposo, irritando tanto al juez como al jurado, y el juicio transcurrió como se esperaba».

«Mano para hombres / Muy dura y pesada / Ayer se le dio»*

«Como se esperaba» es que lo declararon culpable y lo condenaron a muerte. Algunos analistas afirmaron que para mandarlo a la cámara de gas se basaron en una interpretación antojadiza de una ley del Estado de California de 1933, sancionada en consecuencia del caso Lindbergh (https://www.altagracianoticias.com/lindbergh-ascenso-y-drama-de-un-heroe-nacional/), que preveía duras penas en casos de secuestro. El fiscal del caso consideró que Chessman había secuestrado a sus víctimas cuando las hizo abandonar sus autos. En virtud de ello solicitó la pena máxima.

El juicio duró solamente tres semanas, el jurado no consideró la posibilidad de recomendar clemencia y, según Los Angeles Times, Chesman se sentó sonriendo cuando escuchó la sentencia. Mejor suerte tuvo su compinche, David Knowles, que sólo fue juzgado por robo y cuya condena fue revocada en segunda instancia por el beneficio de la duda.

«Ya llegó la hora / Lubricá tus branquias / Respira otra vez»*

Ya instalado en San Quintín, a Caryl le cayó la ficha y se puso a trabajar para tratar de salvar su vida. Para ello estudió Derecho, además de francés, italiano y latín. Comenzó a redactar él mismo sus alegatos y, además, publicó cuatro libros, uno de los cuales, «Celda 2455», en el que cuenta su vida y sus días en el pabellón de la muerte del penal de San Quintin, se convirtió en best seller mundial, vendió más de un millón de ejemplares y fue llevado al cine. Gracias a los derechos de autor pudo solventar todas las apelaciones que fueron postergando el cumplimiento de la pena de muerte. También publicó numerosos artículos jurídicos.

Las sucesivas postergaciones de la ejecución dieron al caso de Caryl Chessman fama mundial. Miles de intelectuales de todo el planeta pidieron la conmutación de la pena e incluso exigieron al presidente Dwight Eisenhower que firmara el indulto. Inclusive L’osservatore Romano, vocero oficial del Vaticano, destacó la regeneración de Chessman y abogó por que se suspendiera la pena de muerte. Inclusive se le solicitó a la Fundación Nobel que le concediera el Premio Nobel de Literatura a fin de evitar la cámara de gas.

En nueve ocasiones se fijó fecha para la ejecución y Chessman zafó en ocho. La novena fue la vencida y no volvió a esquivar a la huesuda por minutos. El lunes 2 de mayo de 1960 el juez Louis Goodman llamó al alcalde de la prisión, Fred Dickson, para suspender por novena vez la ejecución, mientras escuchaba nuevos alegatos de los abogados, pero su llamado llegó tarde. Caryl ya había inhalado el gas mortal.

«Si matamos el pájaro de dos tiros / ¡No es demasiado tarde! / Gritaba enfurecido»

«Cuando usted lea esto habré cambiado una pesadilla de doce años por el olvido. Y usted habrá sido testigo del acto final y ritual. Abrigo la esperanza de morir con dignidad, sin miedo animal y sin valentonadas. Tengo respeto por mí mismo –le escribió Chessman a Will Stevens, periodista del San Francisco Examiner–. (…) Dejemos aquí a un lado la cuestión de la culpabilidad o inocencia. Lo que me impele a escribir esta carta es que creo honradamente que hay algo más envuelto en este asunto que la muerte de un hombre. Escribo por cuanto he escuchado la voz de la humanidad que se ha levantado en mi favor y a causa de haber visto demasiado sobre la muerte infligida al hombre.

«No me considero héroe ni mártir. Al contrario, soy un tonto que se da cuenta de la naturaleza y la calidad del desatino de sus primeros años de rebeldía. Aprendí muy tarde, y sólo después de llegar a la celda de la muerte, de la hermandad del hombre y de la responsabilidad que individualmente tenemos».

Todo parece indicar que Caryl Chessman se había reformado en la cárcel, cumpliendo lo que supuestamente persiguen los centros de detención. Un llamado que llegó tarde impidió que lo comprobemos.

* «Un tal Brigitte Bardot» – Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota

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