Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)
A la ciudad de Rosario se la conoce como «la Chicago argentina» Y fue porque en la primera mitad del pasado siglo recibió a algunos inmigrantes italianos que emularon a aquellos que en la ciudad del norte de Estados Unidos se dedicaron a hacer negocios por las malas. En síntesis, mafiosos.
Ágata, la flor de la mafia
Unas cuantas «familias» se repartían, en la tercera ciudad del país, negocios como la prostitución, el juego clandestino, el contrabando y la «protección» a pequeños comerciantes. Cada tanto se producían algunos chisporroteos por cuestiones de territorio. Cualquiera que haya visto «El Padrino» o «Los intocables» (ya sea la serie con Robert Stack o la película protagonizada por Kevin Costner) tiene una idea de los métodos que utilizaban estos buenos muchachos.
Uno de los capomafia más importantes del lugar era Juan Galiffi, alias «Chicho Grande», que atendía una peluquería y una fonda en la localidad de Gálvez. Había nacido en Sicilia y también lo conocían como el «Al Capone» de Rosario. Galiffi quedaría inserto para siempre en la memoria popular porque Enrique Santos Discépolo lo incluyó en la galería de personajes descripta en «Cambalache».
Una dama entre pistoleros
Se sabe que el de mafioso era, por aquellos años, un oficio fundamentalmente de hombres. Por eso no dejó de llamar la atención que la hija de Chicho Grande, Ágata Galiffi, fuera activa participante de las lucrativas actividades de su padre y su banda.
Según el sensacionalista diario Crítica, «desde sus primeros años -Ágata- vivió en la atmósfera del delito, efectuando su aprendizaje en las reuniones en que se planteaban hechos resonantes que figuraban en las crónicas. En este ambiente de tenebrosos contornos fue formándose el espíritu de esta mujer, que actualmente se caracteriza por su temple varonil, su odio a la policía, su seguridad en cada decisión».
Por el contrario, la revista «Ahora» afirmaba que era «la suprema debilidad sentimental de su padre. Galiffi la crio con delicadeza, apartándola de todas sus actividades delictivas. Recibió una educación esmeradísima. Jamás le presentó a ninguno de sus colaboradores y cómplices (…) Tal vez la única virtud de este tipo de delincuente es el gran cariño que siente por su hija Ágata, joven de singular belleza, de trato afable y de notable cultura».
Ella, por su parte, adoraba a su padre: «Me llevaba todas las noches al teatro y después, antes que yo me durmiera, se sentaba en mi cama y me hacía hablar de la obra que habíamos visto. Yo quería mucho a mamá, pero a mi papá lo admiraba por sobre todas las cosas del mundo. Tenía una personalidad increíble. Era simpático, culto, seguro de sí mismo».
Un golpe fallido
Ágata tomó las riendas del «negocio» familiar cuando su padre fue deportado a Italia en 1935, acusado (pero nunca condenado) de actividades mafiosas y ella contrajo matrimonio con el abogado de Don Chicho, Rolando Gaspar Lucchini.
Si bien era ampliamente conocida en los escritorios de las sección policiales de muchos diarios, ganó sus principales titulares cuando intentó asaltar, junto a su amante Arturo Pláceres –un actor devenido en pistolero–el Banco Provincia en San Miguel de Tucumán. El golpe fracasó porque después de construir un túnel, no pudieron perforar el hormigón de la cámara del tesoro.
La hija de Don Chicho era excelente material para la prensa amarilla que ponía énfasis en su belleza, fuerte carácter y el absoluto desinterés por las convenciones sociales imperantes en la época. Y sobre todo por el hecho de ser mujer y ocupar un lugar completamente inesperado para su género.
Según el investigador y docente Agustín Haro «Galiffi tenía una imagen muy fuerte a nivel nacional. Si bien pretendió dar el golpe en Tucumán, todo lo que hacía tenía trascendencia nacional por ser la hija del capo de la mafia en la Argentina. Debemos pensar en ella como un mito».
El declive
Algunos detalles de este golpe comenzaron a desvelarse luego de que en los últimos días de 1938, Pláceres y uno de sus secuaces, Cayetano Morano, se tirotearon con la policía después de ser sorprendidos en un bar vecino a la Aduana de Rosario. En el enfrentamiento murieron dos policías y eso llevó a las autoridades a perseguir a Ágata.
Así cayó el ex comisario Juan Terrarosa, cómplice de Galiffi, en cuya casa encontraron un mapa de San Miguel de Tucumán con anotaciones «que convergen en el edificio de un importante banco», según informó entonces la prensa.
Aquí comienzan las desventuras de «La flor de la mafia» como la habían bautizado los periodistas. Luego de un lustro manejando los negocios del padre, un golpe fallido significó que las fuerzas de seguridad la acosaran hasta acorralarla y, finalmente, apresarla para que sea juzgada en Tucumán.
Presa en un manicomio
Recibió una condena de trece años de prisión, que debió cumplir en un siquiátrico porque en la provincia de Tucumán no existían establecimientos carcelarios para mujeres. «Una monjita tucumana me consiguió dos tablas y dos cajones, y me armé una cama cerca de la ventana de la celda para mirar las estrellas –le contaría años después a la revista Gente–. Creían que yo era un monstruo, una pantera, y por eso me tenían aislada en tres metros cuadrados, con barrotes muy gruesos y sin baño».
Cuando recuperó la libertad abandonó las actividades delictivas que le dieron fama nacional y se instaló en la única propiedad familiar que le quedaba: una casa en Caucete. Pocos años después se instaló en una vieja estancia de la provincia de San Luis, donde tuvo a su única hija, Karina.
Desde entonces se dedicó a criar a su hija y a tratar, infructuosamente, de recuperar los bienes familiares. Sin embargo nunca perdió el encanto que tenía para la prensa y periódicamente brindaba entrevistas que generaban gran interés en el público.
«Hay hombres que no valen nada y otros que valiendo mucho no comprenden a la mujer –declaró en una oportunidad–. Si habré luchado en mi vida para ser comprendida… Para una mujer argentina, hoy y mañana: no olviden que la fatalidad está siempre al acecho». Ágata Galiffi falleció en 1985. Un virus intrahospitalario logró lo que las balas policiales no.