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A nossa bossa (nova)

Por Luis Eliseo Altamira

 

“Dos alzares en un tiempo de tres por cuatro: en menos palabras no se puede explicar el ritmo endiablado de la chacarera”, dijo alguna vez el Cuchi Leguizamón. Yo no podría explicar, en términos musicales, el ritmo de la bossa nova, pero se quién la inventó (algo que muchos que la conocen, desconocen): a mediados de los años cincuenta el cantante y guitarrista Joao Gilberto se encontraba de visita en casa de una hermana, en la localidad de Diamantina, en el estado de Minas Gerais. Haciendo variaciones al tema Rosa morena, de Dorival Caymmi, Gilberto inventó el ritmo, el tratamiento armónico y la estética de lo que después se denominó bossa nova. Al regresar a Río de Janeiro mostró sus hallazgos a Antonio Carlos Jobim, quién compuso varias canciones en el estilo inventado por Joao. Juntos grabarían Chega de saudade, un disco que dio vuelta el contexto musical de Brasil.

Joao Gilberto, a la hora de grabar «Chega de saudade», un disco que marcó un antes y un después en la música brasileña.

“Fue justamente por no temerle a las influencias –escribió años después el poeta Augusto de Campos- y por haber tenido el coraje de actualizar nuestra música con la asimilación de las conquistas del jazz, entonces la más moderna música popular de occidente, que la bossa nova pasó de influenciada a influenciadora del jazz, consiguiendo que Brasil lograse exportar al mundo productos acabados y no materias primas musicales (ritmos exóticos, o macumbas para turistas, según la expresión de Oswald de Andrade)”.

El primer tema de bossa nova que yo recuerde haber escuchado fue la Samba da Bençao, de Baden Powell y Vinícius De Moraes, pero cantada en francés, por el actor Pierre Barouh en la película Un hombre y una mujer. Después vino La Bossa Nostra, de Les Luthiers (todos recordarán a Lampinho, el guitarrista “nacido en Bahía…, en Bahía Blanca…”, que termina calcinado por el sol brasileño tras seguir a una garota por las playas de Río de Janeiro). Luego tuve el disco de tapas blancas de Joao Gilberto que trae Aguas de Março, Na baixa do sapateiro y otros, que escuché hasta casi traspasarlo.

Manuel Bandeira, Chico Buarque, Tom Jobim y Vinicius de Moraes. Palabras mayores.

Pero fue la versión de Morena dos olhos d´ água que Caetano Veloso hace en el disco que grabó con Chico Buarque en el teatro Castro Alves de Salvador de Bahía, la que me enamoró de la bossa nova: la lentitud con que canta la (hermosa) melodía; la voz sensual, como amodorrada por el calor; los acordes de la guitarra que trasuntan la presencia física del mar… Yo quería vivir en ese entorno impreciso que me sugería la canción; ser determinado – como, creía, lo era Caetano – por él. Era la posibilidad de sentirse (de ser) de una manera estupenda. Lo que la música de un país nos hace imaginar de él puede ejercer una atracción mil veces mayor que las imágenes con las que se lo publicita en las agencias de turismo…

Caetano le puso voz melodiosa a la nueva música.

Una tarde de marzo de 1991 llegué a Trancoso, un pueblo de mar del estado de Bahía. Después de dejar mi equipaje en la hostería Cuarto Crescente (recuerdo unas lagartijas de una transparencia viscosa adheridas, aquí y allá, a las paredes de la pieza), me fui caminando hasta la playa. El cielo nublado se ceñía sobre el mar y en la arena había varios barracones, unas chozas circulares con paredes de troncos y techos de ramas de palmeras que en el verano habían cumplido las funciones de kiosco bar. Ahora estaban deshabitados, a excepción de uno.

El hombre y la mujer que lo atendían eran las únicas personas que había en la playa. Me descalcé, me saqué la remera y me senté en la arena. Joao Gilberto cantaba desde los altoparlantes, acompañándose con la guitarra: “Não posso mais. Ai, que saudade do Brasil. Ai, que vontade que eu tenho de voltar. Adeus, América, essa terra é muito boa mas não posso ficar porque o samba mandou me chamar” (1). La concordancia entre el sentimiento con que decía la melodía de las palabras y el acompasamiento de los acordes de la guitarra, decía, era, ese mar que estaba rompiendo delante de mí. Como si ese paisaje en el que me encontraba inmerso fuera lo que Gilberto había estado evocando en el momento de cantar la canción.

(1) En castellano sería: “No puedo más. Ay, qué nostalgia de Brasil. Ay, qué ganas que tengo de volver. Adiós, (Norte) América, esta tierra es muy linda pero no me puedo quedar porque el samba me mandó a llamar”.

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