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Recordando a Doña Piru

Doña Piru, la sanadora más reconocida de la ciudad, recordada desde el archivo de Cosas Nuestras.

Podemos decir que es la nota que Alta Gracia le estaba debiendo a Doña Piru. Del archivo de COSAS NUESTRAS traemos este reportaje que cuenta y recuerda a una mujer que marcó un hito en la historia popular de nuestra ciudad.

Hay personas que forman parte de la historia misma de la ciudad. Los motivos por los cuales trascienden su tiempo pueden ser varios. En el caso de Doña Piru, son pocos los vecinos de Alta Gracia que no hayan al menos escuchado hablar de ella.

Curadora, dueña de un don especial que le permitía brindar alivio a los doloridos, salud a los enfermos y tranquilidad a los desesperados. Generaciones enteras de altagracienses pasaron por el living de su casa para buscar sus manos sanadoras. Cuando en el facebook de COSAS NUESTRAS elegimos una foto suya para homenajear a las mujeres que hicieron historia en la ciudad, las redes explotaron. Miles de lectores se sumaron, cientos comentaron sus experiencias de vida en las que estuvo involucrada Doña Piru.

Así, volvimos a confirmar que para se trascendente no siempre hacen falta títulos universitarios ni cargos públicos. Una persona se vuelve trascendente a través de su hacer diario. Y éste sin dudas ha sido el caso de Doña Piru.

En este trabajo trataremos de hacerle un homenaje contando su vida y su obra.

Una persona especial

La ciudad la conoció como Doña Piru. Su nombre en realidad fue Coralia Guillermina Castillo. De Adaro, porque ese era el apellido de Carlos, el esposo con quien compartió toda su vida. Para conocer más sobre Doña Piru recurrimos a Laura y a Martín, dos de sus nietos quienes la recuerdan con un cariño apasionado.

“Como abuela era una abuela buena. Como nuestra madre trabajaba mucho, estábamos siempre con ella. Nos malcriaba en invierno con tortas fritas. Era una madre abuela siempre pendiente de sus nietos. Así también si tenía que retarte, te retaba bien retado”, cuenta Martín.

Pero las historias se cuentan desde el principio. Doña Piru nació en Gálvez, Santa Fe, y de allí se vino a Alta Gracia. Junto a su marido habitaron primero una humilde casa cerca del centro, por donde nace el barrio Sur. Más tarde se trasladaron a la vivienda de Malvinas Argentinas casi Ituzaingó. Allí fue definitivamente “Doña Piru” para todos.

“Al lado de la casa tenían una despensa, la atendía su marido. Junto a ellos estaba la Tata, hermana de Piru, que era como un soldado al lado de ella. Tenía carácter fuerte, pero controlado por la nona Piru. La que era líder era la nona Piru. El nono Carlos se encargaba del negocio, la Tata cocinaba y la nona Piru organizaba, dirigía toda la operación”, dice Laura al recordar.

La Piru y Carlos, su marido.

Al servicio de la gente

Doña Piru nunca cobró por sus servicios de sanadora. “Los clientes venían a toda hora. Si venían cuando no estaba atendiendo, igual les abría la puerta si veía que era algo grave”, dice Martín y sigue: “curaba todo tipo de dolencias. Las enfermedades como empacho, dolores en general, quemaduras, culebrilla. Venían de todos lados a verla. Ella atendía en el comedor de su casa. Había una mesa junto a la ventana y allí se instalaba a atender a a la gente”.

“Recuerdo el comedor como mucho más amplio. Cuando uno es chico todo parece más grande. En las paredes había un espejo, una caricatura de ella que le habían hecho y el escudo de armas de la familia Adaro. Había también una vitrina llena de cosas que los pacientes le regalaban. Como ella no cobraba, la gente le daba regalos y cosas. Desde copitas hasta candelabros, pasando por adornitos”, agrega su nieto Martín.

Pero la tarea de esta mujer no se limitaba solo a atender a la gente. Al finalizar cada jornada, a la medianoche, encendía velas en la bacha de la cocina y tenía una lista de entre veinte y cincuenta personas que las más de las veces ni conocía, y se ponía a rezar entre las doce y la una y media de la mañana por todas ellas. Así de dedicada fue su misión, sin conocer ni de sábados ni domingos.

Sus “tratamientos”

Como suele suceder en estos casos, la puerta de Doña Piru la golpeaban pacientes de toda la ciudad y de ciudades e incluso provincias vecinas. Muchos de ellos, enviados allí por los mismos médicos, cuando no encontraban solución en sus libros. Y la Piru siempre tenía un tratamiento especial para cada caso.

Lo cuenta Laura: “En la quemadura era una imposición de manos donde hacía señales de la cruz o algún tipo de signos sobre las quemaduras. Los nervios los curaba con tazas de agua con trigo. Separaba los granos, hacía un rezo, los tiraba en una taza y quedaban flotando. Rotulaba cada tacita con los nombres de las personas. Cuando los granos quedaban flotando, el paciente estaba muy complicado, decía. Se curaban cuando iban decantando. La cura del empacho la hacía con la cinta. La de las verrugas con bofe que tenía que haber estado en el freezer o la heladera. La culebrilla la curaba con tinta china”.

Párrafo aparte para la cura del dolor de garganta. Imposible olvidarlo por aquellos que la sufrieron: ella te tomaba de una muñeca fuerte. Tan fuerte que hasta podía hacerte llorar al apretar. Tenías que ir durante tres días hasta que el dolor de garganta cedía.

“Al principio yo era incrédulo, le buscaba una explicación racional. Pero me rendí ante las evidencias, algo tenía sin dudas mi nona”, agrega Martín.

Junto a uno de sus nietos, en una de las fotos familiares.
El lado débil de Doña Piru

Qué bueno es hacer terrenal a un personaje como Doña Piru. Ella era golosa. Dulcera. Cuentan sus nietos que la familia Najle, que era habitué a la hora de buscar sanación tenía con Piru una relación muy especial que hacía que casi todos los días, los dueños de la Heladería La Merced (antes Santa Rosa), le llevaran a su casa una buena porción de rico helado.

Fanática de beber Coca Cola aún cuando su médico se la prohibió, Doña Piru gustaba de darse algunos caprichitos. “Con el correr de los años, y luego de pasar tantas necesidades, cuando pudieron tener algo de tranquilidad, sus festines consistían en reunirse un domingo por la tarde en familia, en el fondo de la casa, a tomar un vermouth con sánguches de miga. Era como tomarse una revancha a tantas limitaciones que habían vivido antes”.

Una mujer simple

Y así era la sanadora de la ciudad. No se enojaba si alguien le decía que era la “bruja” del barrio , o la curandera.

Doña Piru tenía un don de curar que iba mucho más allá de eso. Según contaron alguna vez en el seno familiar, se lo transmitió siendo ella adolescente, una monja a quien iba a visitar casi a diario. “Nunca cobres por curar a la gente con este don”, le dijo. Y esa fue la vida y la vocación de Doña Piru hasta casi sus últimos días.

“Ese tipo de dones a veces se enseñaban y el método implicaba días determinados y algunos tiempos. Había tipos de curaciones que se enseñaban en Semana Santa. Otros, en Navidad a las doce de la noche. Desconozco si se abrían portales o qué, pero era así”, nos dice Martín, quien agrega: “No se enseñaban cualquier día, e incluso había cosas que no querían enseñarte. La cura de las quemaduras, por ejemplo no la querían enseñar porque eso implicaba que un pariente se iba a morir quemado”.

Doña Piru y la ciudad

No por ser una mujer mayor dejaba de interesarse y de enterarse de lo que pasaba en Alta Gracia. Todos los días iba al centro a hacer sus trámites y, por supuesto, no había velorio en lo de Luppi que no visitara. Es que conocía a tantos que generalmente siempre había un conocido recibiendo el último adiós.

Costumbre de mujeres grandes, era de ir al cementerio todos los domingos. Y como solía ser, arrastraba a buena parte de su familia a acompañarla. “A saludar a mis amigos”, decía la Piru.

Ella parecía recia, pero en realidad, era una persona frontal. Pura nobleza, la conoció toda Alta Gracia, y no hay quien la haya tratado que no la recuerde con cariño y que no sienta gratitud por lo que vivió junto a ella.

Coralia Guillermina Castillo, “Doña Piru” había nacido el 23 de julio de 1920. Falleció meses después de haber cumplido noventa años, un 22 de noviembre de 2010.

Si hubiera querido cobrar unos pesos por cada paciente que atendió, habría vivido tranquila toda su vida. Pero nunca fue su idea hacer plata con sus dones. Ella se ponía contenta si venía alguien y le decía que se sentía bien luego de haber sido curado por sus manos y sus rezos.

Eligió vivir su vida al servicio de los demás y terminó convirtiéndose en leyenda de una ciudad que aún hoy la recuerda y la extraña agradecida.

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