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Crónicas al Voleo

Radiografías musicales

Radiografías musicales
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Para el camarada Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (popularmente conocido como Stalin), si una expresión artística no era también propaganda del régimen merecía ser perseguida, sin importar su calidad o naturaleza. De ello podrían dar cuenta los compositores Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev, que sufrieron persecución porque sus composiciones no aparecían demasiado comprometidas con la causa socialista.

«Nos vigilaban estrellas de la muerte, / e, inocente y convulsa, se estremecía Rusia / bajo botas ensangrentadas, bajo / las ruedas de negros furgones… De madrugada vinieron a buscarte. / Yo fui detrás de tí, como en un duelo» escribió alguna vez la poetisa Anna Ajmátova, expulsada de la URSS porque las autoridades la consideraron «una representante del pantano literario reaccionario apolítico».

Ante este panorama, para los jerarcas comunistas el rock se presentaba como un verdadero demonio capitalista que terminaría destruyendo el cerebro de los jóvenes. A decir verdad, los viejos conservadores occidentales no tenían una visión demasiado diferente cuando Bill Halley empezó a hacer que la juventud moviera las cachas ante el escándalo del establishment artístico y moral de la época.

Música de contrabando

Así, la música del mundo capitalista entraba en la Unión Soviética de contrabando. A partir de la década de 1950 comenzaron a llegar los primeros discos de rock y jazz. Con el tiempo Elvis, The Beatles y The Rolling Stones se convertirían en objetos de deseo de la juventud rusa. Riga (capital de Letonia) y Leningrado (actual San Petesburgo) eran los puertos en los que, por goteo, ingresaban los vinilos llegados de Inglaterra o Estados Unidos.

Obviamente eran pocos, difíciles de conseguir y carísimos. Y más vale que no te pescaran con uno de esos vinilos los muchachos del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD por sus iniciales en ruso). Porque era muy posible que te ganaras una temporada en Siberia con todos los gastos pagos. De hecho, la NKVD tenía una división conocida como «patrullas musicales» que a pesar de su simpática denominación, se encargaban de perseguir a quienes contrabandeaban, compraban o poseían discos llegados desde el otro lado de la cortina de hierro.

Obviamente, cada disco que lograba esquivar el celoso control de las autoridades era pirateado religiosamente. Pero aún esa tarea era muy dificultosa, toda vez que el vinilo no era un material demasiado común en la URSS. En realidad, después de la Segunda Guerra escaseaban todos los derivados del petróleo en Europa) y por ende, nada barato. Para milennials y centennials, en aquella época todavía no existían los casetes. Bueno, estas generaciones prácticamente tampoco conocieron los casetes y creen que las biromes Bic sirven solamente para escribir.

Ruslan Bogoslowski, un verdadero artesano del disco
La basura de los hospitales

Pero la necesidad despierta el ingenio y la inventiva. Algo de eso le ocurrió al joven estudiante de ingeniería de la Universidad de Leningrado Ruslan Bogoslowski. A principios de la década de 1950, y cansado de las dificultades para obtener vinilo para confeccionar las copias piratas de discos de artistas occidentales que solía conseguir, comenzó a buscar otros materiales en los que se pudiera imprimir sonidos.

De esta manera, luego de probar con diversos elementos, se fijó en las radiografías que, por ley debían descartar los hospitales y clínicas de su ciudad debido a que el material con el que estaban confeccionadas era altamente inflamable. Revolviendo en la basura que desechaban los centros de salud se conseguía el material gratis y en gran cantidad.

Discos artesanales

El proceso de copia era muy primitivo y rudimentario. Las radiografías eran recortadas a mano de forma (más o menos) circular con tijeras; y para el agujero central se hacía una perforación en el plástico con un cigarrillo encendido. Una vez se le había dado la forma deseada, se colocaba el disco en la grabadora – se trataba básicamente de un gramófono trucado con una aguja mucho más larga y pesada–  y a medida que sonaba la canción, se iba generando  el surco en la radiografía. Para cada copia, la canción debía ser reproducida una vez, así que Ruslan escuchaba cada disco que pirateaba cientos de veces. Cabe aclarar que no se trataba de long plays, sino de discos simples. grabados solamente en una cara y en 78 rpm. Los de menos de 40 van a tener que guglear esto.

Cada ejemplar de estos discos traía una imagen diferente. Podía ser una fractura de muñeca, una radiografía de torax, una tibia… por eso comenzaron a conocerse como «discos hueso», «costillas» o «música ósea». Eso sí, la calidad de las grabaciones era malísima y cada disco no podía soportar más de 10 o 15 pasadas.

La discográfica del Estado

El avance de este tipo de distribución de música fue tal que las autoridades decidieron fundar una compañía discográfica estatal bautizada Melodiya (Мелодия en el idioma original). Esta comenzó a publicar un seleccionado y censurado catálogo de música «comercial» llegada de occidente; pero obviamente el material era insuficiente para los melómanos, que seguían prefiriendo arriesgarse y conseguir el material clandestino. Material que, además, tenía la ventaja de ser muy barato y fácil de transportar debido a su flexibilidad. Un solo dealer de música podía transportar hasta 50 copias, 25 dobladas sobre cada uno de sus brazos y escondidas debajo del abrigo.

Los compradores abonaban un Rublo o poco más por cada copia, pero también podían llegar a acuerdos con los vendedores y pagar con vodka o algún otro producto.

Ruslan visita Siberia

Ruslan Bogoslowski editó discos durante unos 20 años y se calcula que en ese lapso editó y distribuyó algo así como un millón de copias. Generó un catálogo que incluía también a Chubby Checker, Ela Fitzgerald y The Beach Boys, entre muchos otros. Claro que la cosa no fue gratis. Siempre hay uno que habla de más delante de la persona equivocada y a Ruslan le cayeron las patrullas musicales y tuvo que pasarse cinco años en Siberia… sin un mísero tocadiscos.

La decadencia de los discos hueso comenzó cuando, a principios de la década de 1970 el casete –ese maravilloso invento de Phillips– se popularizó en todo el mundo y no hubo guerra fría que impidiera que se popularizara en Rusia.  Aquellas cajitas con una cinta con óxido férrico tenían mayor capacidad, mejor sonido y la grabación era más rápida. Si bien la clandestinidad continuó siendo la norma un par de décadas más, el trabajo se facilitó muchísimo.

Todavía se pueden encontrar algunos discos hueso que atraen a melómanos y coleccionistas con mucha guita. Por las imágenes que contienen son realmente pequeñas obras de arte en sí y, obviamente, cuestan una fortuna.

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