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Maracanazo, el silencio del siglo   

Por Horacio López Das Eiras

“En el fútbol, sublimación de la guerra once hombres de pantalón corto son la espada del barrio, la ciudad o la nación; guerreros sin corazas exorcizan los demonios de la multitud…” (E. Galeano)

Año 1950, 16 de julio, en el estadio de Maracaná. Brasil 1 – Uruguay 2.  Por única vez en la historia de los mundiales, una selección visitante derrota a la dueña de casa en partido definitorio. Hubo casi 200 mil espectadores que pasaron de un carnaval a un funeral en razón minutos.

Maracaná es el nombre del estadio de Río de Janeiro construido para el Mundial de 1950 en el lapso de  un año y diez  meses. “Maracanazo” es la tragedia futbolística vivida adentro del estadio un mes después de ser inaugurado. Su tiempo de consumación fue en once minutos. Fenómeno registrado el domingo 16 de Julio de 1950. Brasil festejaba a cuenta desde temprano una victoria que le iba a dar su primer título de la historia. En los papeles, un rival “accesible”,  Uruguay…

Pero Uruguay, una selección formada a tropezones, de espíritu aun bastante amateur, trepó al mayúsculo coliseo, como King Kong al rascacielos Empire State (1933), y lo dejo sin palabras, sin aliento. Brasil había entrado al campo como campeón porque el empate lo consagraba; se puso “más campeón” al lograr ponerse en ventaja…pero en un breve lapso  Uruguay demolió al poderoso con dos goles a los 21 y 34 minutos del tiempo final.

«Once contra once, los de afuera son de palo», dijo el gran Obdulio

Pasaron 68 años de aquella mitad tragedia, mitad proeza. Ya no vive ningún protagonista de la batalla de Río, pero dejaron tras de si una estela de testimonios y recuerdos de un acontecimiento memorable, inscripto entre las máximas y raras proezas del deporte.

No se trataba de una final-final.  Era el último partido de un cuadrangular que también integraron España y Suecia. Estos dos equipos habían sido goleados 6-1 y 7-1 por el dueño de la mansión.  Uruguay había obtenido un empate angustiante con los españoles y una victoria similar ante los suecos 3-2.

La opulencia en el juego y el poder de fuego brasileño, hacía palpitar que Uruguay sería un apetecible bocado. La prensa en todas sus versiones daba por ganador al dueño de la mansión, y en ningún momento nadie, o casi nadie,  atinó a decir “ojo con estos”.  Los futbolistas brasileños saldrían a la cancha con una casaca debajo de la camiseta blanca con la frase “Brasil campeao”. Once relojes esperaban a los campeones y llovían promesas de automóviles, departamentos, y hasta terrenos.

El Maracaná estaba preparado para la gran fiesta de Brasil.

Cabe aclarar: el fútbol en general de Sudamérica no había llegado a la fase superior del profesionalismo tal como se lo concibe en la actualidad. Los uruguayos venían de huelgas y plantones. Uno de los caudillos era el capitán Obdulio Varela, quien había manifestado su voluntad de no jugar el Mundial si no se le conseguía un puesto de trabajo. Esto habla a las claras de un amateurismo todavía vigente.

En tanto,  en el búnker uruguayo montado en el Hotel Paysandú, los jugadores uruguayos aguardaban serenos la hora del juego. Habían leído no sin indignación como la prensa los daba por derrotados. O ver a los recolectores de basura, que al pasar en sus tareas, señalizaban con sus dedos los goles que iban a recibir.

Los dirigentes uruguayos tampoco rebosaban en fe. En ese clima aplastante  se daban “por hechos” con la campaña realizada. La noche previa un directivo le comentó a un jugador que “hasta cuatro goles estaba bien” que ya podían darse por cumplidos.

“¿Cumplidos? Cumplidos  un carajo” respondió el capitán al enterarse de las palabras del directivo. “Cumplidos solamente si ganamos… si entramos vencidos es mejor ni salir al campo de juego; no vamos a perder este partido, y si lo hacemos no será por cuatro goles”.

Allí, en el seno de su intimidad, la visita empezó a ganar el partido. Con ese brío aparecerá por la boca del túnel del Maracaná al mismo tiempo que lo haga Brasil. Estaba en los planes, cosa de no tragarse una silbatina de arriba. Un cantito casi infantil entonaron antes de aparecer.

 “Vayan pelando las chauchas, vayan pelando las chauchas/  aunque les cueste trabajo /  donde juega la celeste, donde juega ala celeste   ¡Todo el mundo boca abajo!

Uruguay lo dio vuelta con fútbol y mucha garra para lograr una gesta histórica.

La caja negra

Tras un primer tiempo parejo, la multitud queda sedienta de gol. Su equipo no había podido comerse vivo a Uruguay. Apenas empieza el segundo tiempo, Brasil abre la cuenta y las tribunas estallan.  La cancha se convierte en una hoguera porque la humareda de los petardos  se esparce sobre  el campo de juego. Los jugadores se hacen difusos en la neblina por unos segundos.

Allí sucede algo que muchos analistas consideran la “caja negra” del Maracanazo. El causal de una derrota nunca imaginada por Brasil.  Obdulio Varela le protesta al juez de línea por presunto orsay y después al árbitro inglés, todo con ademanes porque no cabía otro lenguaje.  Entre gesto y gesto el juego se detiene casi un minuto y medio.

Años después, el propio capitán se sinceraba al recordar aquella instancia crucial:

…Me insultaba el estadio entero con la pelota en la mano, obviamente por la demora. Sabía lo que estaba haciendo. Ahí me di cuenta que si no enfriábamos el juego esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido».

“¡Vamos a ganarle a estos japoneses!” se lo escuchó al moreno caudillo.  Uruguay se cuelga el cartelito “disculpe las molestias” y empieza a gobernar en el partido. El delantero Schiaffino clava la pelota al ángulo de arriba y una ola polar se desliza hasta la bahía del Pan de Azúcar.

Corren  21 minutos y el empate mantiene campeón a Brasil. Al minuto 34,  El wing” derecho,  Alcides Ghigga, de 22 años, huye solo por su lado y sin molestia alguna dispara fuerte y abajo ¡Gol uruguayo!  La pelota se cuela junto a la base del palo de  Moacir Barboza cuyo manotazo alcanza a rozar el balón. “Yo creí que había podido desviarla pero cuando sentí el silencio de la tribuna, miro hacia atrás y la pelota estaba ahí, adentro…”              

Faltaban once minutos. Casi 200 mil cuerpos de pie,  petrificados, contemplan su propia tragedia. Tal era el silencio que solo los gritos indicadores de Obdulio se escuchaban de la cancha. Así transcurren los minutos finales.  Al final ni los propios campeones pueden sustraerse del holocausto que acaban de provocar. «Me dieron ganas de llorar al ver la tristeza que le habíamos causado a esa gente”, se lamentaba Schiaffino años después.

Entonces, en vez de volar bengalas en la noche de Río, se instalan velas en las afueras del Maracaná.  El Cristo Redentor en las alturas parece sangrar de nuevo bajo su corona espinosa.

Río ya no era sede de un Mundial, sino de su propio  funeral.

Festejo uruguayo en el final del partido, ante un silencio atronador de las tribunas.
nakasone