Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)
Florence Foster Jenkins fue una cantante lírica que revolucionó el ámbito artístico de Nueva York durante la primera mitad del pasado siglo. Logró gran renombre en círculos intelectuales y económicamente desahogados de la gran ciudad norteamericana. Fue popular y sus recitales eran completamente exitosos, pero por motivos impensados.
Nacida en 1868 bajo el nombre de Narcissa Florence Foster en el seno de una familia adinerada del Estado de Pensilvania, tomó lecciones de piano desde su niñez y se convirtió en una «niña prodigio», dando recitales en distintos lugares de Estados Unidos. Llegó a presentarse en la Casa Blanca cuando tenía siete años en un concierto infantil frente al 19º presidente norteamericano, el republicano Rutherford Hayes.
Adolescencia rebelde
Ya en la adolescencia pidió a sus padres continuar sus estudios en Europa, pero su padre, Charles Dorrance Foster, se negó a solventar económicamente sus ambiciones. En la opinión de don Charles, una joven de la alta sociedad no andaba viajando por ahí como una bataclana. Ella debía casarse, tener hijos, formar una familia.
De algún modo, Florence Foster (desde ahora la vamos a llamar así) cumplió con los deseos de su progenitor y en 1885, cuando tenía 17, se casó con Frank Thornton Jenkins, un médico de 33 años con el que se marchó a Filadelfia. Pero poco después de la boda Jenkins le pegó la sífilis a su mujer e inmediatamente se hizo perdiz para siempre.
Una herencia y la gran manzana
En Filadelfia se relacionó con los círculos musicales de la ciudad más importante del Estado de Pensilvania, además de dar clases de música y tocar el piano en diversas tertulias. Cuando su padre murió en 1909 se hizo de una considerable fortuna y decidió iniciar su carrera musical. Para ello se mudó a Nueva York junto a su madre.
La sífilis que le legó su exmarido y el precario y cruento tratamiento le provocaron una lesión en un brazo que le impidió continuar tocando el piano y dar clases, pero igualmente se relacionó con el ámbito musical neoyorquino, llegando a fundar el exclusivo Verdi Club.
«Para quien canto yo, entonces»
También resolvió ser cantante lírica. Para ello, en la gran manzana tomó clases de canto y en 1912 dio su primer recital. Tenía 44 años y recibió el apoyo de St. Clair Bayfield, un actor inglés que primero fue su representante y más tarde su marido. A St. Clair no lo movía el amor sino la cuenta bancaria de su esposa y representada. La pareja vivió durante muchos años en un apartamento en la calle 37 en Manhattan.
St. Clair Bayfield era un noble británico venido a menos. Negocios familiares que terminaron en fracaso lo dejaron en la ruina y antes de instalarse en Nueva York debió rebuscárselas como granjero en Nueva Zelanda. La cuenta bancaria de Florence Foster Jenkins fue un salvavidas del que se agarró hasta el fin de sus días.
Registro para la posteridad
En 1928 murió la madre de Florence y esa triste circunstancia le otorgó mayor libertad y recursos económicos para solventar su carrera como soprano. Lo que hasta aquí no hemos mencionado que Florence Foster Jenkins cantaba espantosamente mal. Así lo atestiguan las grabaciones que realizó en aquellos años, para las cuales contó con el acompañamiento del pianista Cosme McMoon (se puede corroborar en distintas plataformas).
Según los especialistas, Florence tenía muy poco sentido del oído y del ritmo y era a duras penas capaz de mantener una nota. Eso no fue óbice para que se hiciera tremendamente famosa. Si bien los críticos solían ser despiadados con ella, el público llenaba los teatros donde se presentaba y la ovacionaba de pie. Podría decirse que se trataba de lo que hoy conocemos como «consumo irónico», pero lo cierto es que se convirtió en una verdadera estrella del ámbito artístico de Nueva York. Como también se dice ahora, una joda que quedó.
En los recitales, en los que Florence solía incluir en su repertorio obras de Wolfgang Amadeus Mozart, Giuseppe Verdi, Richard Strauss y Johannes Brahms, además de composiciones propias, también la acompañaba McMoon, que –ubicado detrás de la cantante– acostumbraba a realizar muecas que provocaban hilaridad entre los espectadores. Lo que se dice un mal tipo.
Camino a la cima
Hay que ser claros, Florence Foster Jenkins nunca dudó de su talento ni de sus progresos. Siguió trabajando y haciendo lo que le gustaba. Entre 1930 y 1944, la cantante grabó 5 discos que rápidamente fueron catalogados como divertidos y se convirtieron en objetos de colección.
Ese convencimiento no impedía que fuera consciente de las críticas que recibía, pero solía atribuirlas a la envidia. Por lo demás, los hechos parecían darle la razón. Se había convertido en una «artista de culto» y anualmente se presentaba en el exclusivo hotel Ritz-Carlton y en 1944 llegó al zenit de su carrera, cuando luego de mucha insistencia de sus fans (claro que los tenía) accedió a actuar en el Carnegie Hall, la más ilustre sala de conciertos de la ciudad y una de las más prestigiosas del mundo.
La presentación de Florence tuvo una enorme difusión y las entradas se agotaron con semanas de anticipación. La sala de conciertos registró las colas más largas de su historia ante sus boleterías. Desde el escenario, la cantante escuchó una ovación sin precedentes. Sin embargo, el público multitudinario no se comportó como en las funciones privadas y controladas que hacía en su club o en su mansión. Eran desconocidos y sus risotadas casi no dejaban escuchar a la cantante. Hubo aullidos, gritos soeces, silbidos y también aplausos. No obstante, Florence parecía disfrutar que la atención se centraba sobre ella
Crítica feroz
Al revés de lo que ocurre habitualmente, en este caso era la artista quien arrojaba flores al público. Un grupo de asistentes se ocupaba de recogerlas en la platea y devolvérselas al escenario para que repitiera el ritual. Al bajar del escenario dijo exultante «Dicen que no puedo cantar, puede ser. Pero está claro que he cantado toda mi vida».
Los medios de prensa, en forma casi unánime, fueron feroces con su actuación. La revista Newsweek afirmó que «aullidos de risa ahogaron los esfuerzos celestiales de madame Jenkins. Lo que alguna vez fueron sonrisas reprimidas en el Ritz, se transformaron en rugidos descarados en Carnegie». El New York Times directamente se negó a hacer una reseña de la presentación.
La actuación en el Carnegie Hall fue la más exitosa de Florence Foster Jenkins. Y también la última. Un mes después, el 26 de noviembre de 1944, murió en su hogar de Manhattan de un ataque al corazón. Tenía 76 años y había cumplido con el sueño de su vida. Pasó a la historia como la peor cantante lírica del mundo. Ella quería pasar a la historia.