AG Noticias
Crónicas al Voleo

La foto que no me voy a poder sacar

Por Germán Tinti

 

Alguna vez alguien me contó que en los primeros tramos de la década de 1970, poco después de anunciarse oficialmente la separación de The Beatles,  John Lennon había estado de incógnito en un hotel de La Cumbrecita, aprovechando tal vez lo aislado y poco conocido que era por entonces el paradisíaco poblado serrano. Juro que me la creí totalmente, en ningún momento pensé que podía ser falso.

 

Hacía poco que Mark David Chapman había cruzado al músico en las puertas del Dakota, en la esquina de la 72 y Park Avenue, frente al Central Park de Nueva York, y le había metido 4 tiros en la espalda. Yo empezaba a transitar la adolescencia, había empezado a prestar atención a la música y a revolver entre los discos de mis hermanos mayores. Entre ellos me llamaron la atención tres álbumes: el Rojo, el Azul y el Blanco. Los dos primeros eran una completa recopilación de la obra discográfica del cuarteto de Liverpool. El tercero tenía delicias como “Dear prudence”, “Wild Honey Pie”, “Revolution” , “Black bird” y “Julia” entre otras joyas. Además, pocas semanas antes del asesinato se había editado Double Fantasy y a mí me había ganado la admiración por los Beatles y, particularmente, por John. Me había leído en un fin de semana la biografía de la banda publicada por Jordi Sierra i Fabra y me sentía un erudito en la materia.

El album blanco de The Beatles contiene de las mejores producciones del cuarteto de Liverpool.

Evidentemente toda esa carga emocional me tenía bastante sensibilizado y la fantasía empezó a jugar con la idea de lo bueno que hubiera sido poder conocer a John Lennon, pero no en Londres o Nueva York, sino en Córdoba. Para un chico de 12 años (para su imaginación) nada es imposible y entonces soñaba con verlo recorrer la peatonal 9 de Julio al atardecer, rumbo a algún bar a tomar una birrita medio tibiona, como dicen que les gusta a los ingleses. Me lo imaginaba (me lo imagino) con ese look de traje blanco y pelo y barba larga.

La ilusión supera barreras a simple vista insalvables. Solamente por eso podía tener prolongadas conversaciones con John, más allá de mi limitado (casi nulo) manejo del idioma inglés. De todos modos resultaba inverosímil que yo abordara a alguien famoso ya que mi infranqueable timidez lo hubiera impedido tenazmente. Pero estamos hablando de fantasías, así que dejemos las objeciones racionales para otro momento.

Sería normal decir que esa fantasía se quedó en ese confuso limbo que va de la niñez a la adolescencia. Ese terreno muchas veces cenagoso y desolado en el que la realidad se encarga de ir demoliendo piedra a piedra los castillos edificados sobre cimientos de algodón.

John y los suyos, cuando Beatles tocaba en Hamburgo.

Pues bien, en este caso ese castillo un poco fantasmal se mantiene firme. Y desde entonces la imaginaria amistad con John Lennon se ha ido haciendo más compleja y más completa. Hay veces en que John y yo somos grandes amigos y nos juntamos para hacer largas zapadas (porque en mi fantasía sé tocar la guitarra bastante bien). Entonces me cuenta anécdotas de las giras de los Beatles, de las interminables noches de Hamburgo, cuando tenían que tocar hasta 8 horas seguidas en un club de mala muerte ante marineros borrachos, de cuando se fumaron unos porros en el Palacio de Buckingham el día que recibieron el título de “Sir”,  o de los terribles quilombos que tuvo después de decir que los Beatles eran más famosos que Jesús: “Era cierto, man, éramos como Maradona hoy, ¿por qué mierda protestaban esos chupacirios”?. Una vez, muerto de risa, me contó que cuando compuso “Lucy in the sky with diamonds” efectivamente se había tomado un cartón de LSD que le había pasado el mismísimo George Martin.

Saliendo de Buckingham, luego de ser nombrados «Sir».

Es así. En mi fantasía John Lennon vive en Córdoba. A veces tiene una vieja casa en barrio General Paz. Otras alquila un piso en Nueva Córdoba. Está forrado de guita pero no le importa. Le donó el Rolls a La Luciérnaga y anda en un Gol bastante baqueteado. Maneja mal y antes tomaba la mítica Línea G –esos bondis amarillos que iban desde la Ciudad Universitaria hasta Saldán– hasta que un día le afanaron la billetera. Nada de glamour tiene la vida de John en mi fantasía. Toma mate, no le gusta el asado y nunca, pero nunca, aparece Yoko. Volvió a dejarse el pelo largo, se operó de la vista y no usa más anteojos, y viste remeras desteñidas de Riff o trajes carísimos. Mantiene el acento inglés, pero mezclado con una tonada cordobesa graciosísima. Cuando le preguntan el nombre dice sonriendo “Richard Starkey”.

Digamos que mi fantasía no maduró, se mantiene a lo largo del tiempo con pequeñas variantes, pero manteniendo el espíritu adolescente que la moldeó. Como dice Calamaro, el niño que llevo adentro ya tiene sus años, pero pelea firmemente por mantener independiente su pequeño reino donde gobiernan la imaginación y los sueños.

Hace pocos días mi más constante amigo invisible, ese resabio de la misteriosa edad del pavo, hubiera cumplido (cumplió) 79 años. Si tengo que hacer una lista de personajes con las que me gustaría sacarme una foto, creo que no pasan de 10. Con Kempes ya lo hice. Me faltan Lennon y 8 más.

 

nakasone