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El hombre que no quería defenderse del error

Por Luis Eliseo Altamira

Federico Peralta Ramos alcanzó notoriedad por sus monólogos en los programas de  Tato Bores. Serruchador de cuadros, vendedor de buzones, expositor de sí mismo, este hombre soñaba con un mundo donde no hubiera que defenderse del error.

Había ingresado a la facultad de arquitectura de la Universidad Nacional de Buenos Aires, probablemente con la idea de sumarse, una vez recibido, a Sánchez Elía, Peralta Ramos y Agostini, el prestigioso estudio de su padre. Pier Cantamessa, artista plástico y matemático, profesor particular de Federico por entonces, se dirigía a su casa. Sabía que lo estaba aguardando completamente vestido, con saco y zapatos, adentro de la cama. Nada le gustaba más que una buena charla. De repente Cantamessa sintió que lo llamaban. Se dio vuelta, y era Federico, invitándolo a subirse desde un taxi. Una vez arriba, el alumno le sugirió al chofer que tomara por Libertador derecho, sin rumbo fijo. “Quiero ver qué conversación puede surgir”, dijo.

Federico Manuel Peralta Ramos.

Federico no tardaría en sintonizar con quiénes serían los protagonistas de las provocadoras vanguardias artísticas de la década del ’60, y empezó a pintar sin saber pintar, a escribir sin saber escribir, y a cantar sin saber cantar (transformando la torpeza repetida en su estilo, como él mismo decía).

En 1964 llevó unos cuadros de enormes dimensiones a la galería Witcomb, para exponerlos. Al caer en cuenta que no pasaban por la puerta, buscó un serrucho y los partió al medio. Luego unió los pedazos y los colgó. Los cuadros, de gruesas capas de pintura, comenzaron a chorrear en el piso, ante la mirada encantada de Federico.

Junto a Tato Bores, en uno de sus programas domingueros.

En 1967 se presentó en la Sociedad Rural al remate de un toro reservado gran campeón, que le fue adjudicado en 1.150.000 pesos. Lo quería para exponerlo como arte vivo. Fue al Fondo Nacional de las Artes a gestionar un crédito para pagarlo, pero se lo negaron. El padre, que vio la posibilidad de enfrentar un juicio para que la compra se concretara, le pidió que la anulara, alegando demencia. Así fue como Federico pasó cuatro meses internado en un instituto siquiátrico.

En 1968 obtuvo la beca de la Fundación Guggenheim, dotada de seis mil dólares. Los primeros tres mil los invirtió en una gran cena para veinticinco personas, en el Hotel Alvear. “Leonardo pintó la última cena. Yo me la comí», dijo. Los norteamericanos, indignados, le pidieron una explicación, que recibieron en forma de carta: “Una organización de un país que ha llegado a la Luna, que tenga la limitación de no comprender y valorizar la invención y la gran creación que ha sido la forma en que yo gasté el dinero de la beca, me sumerge en un mundo de desconcierto y asombro. Devolver los tres mil dólares que Uds. me piden sería no creer en mi actitud, por lo tanto he decidido no devolverlos. Esperando que estas líneas sean interpretadas con temperamento artístico, saludo a Uds. muy atentamente”. Esta carta, que hoy cuelga enmarcada en las oficinas de la Fundación, determinó la decisión de la Guggenheim de no pedir más rendiciones por el dinero otorgado en las becas.

Uno de los pensamientos escritos de Peralta Ramos.

En 1968, Federico fundó la religión Gánica. “Ser gánico significa siempre hacer lo que uno tiene ganas”, explicó. Y con un marcador garabateó sobre una cartulina los 23 mandamientos de la nueva religión, entre los que figuraban: “A Dios hay que dejarlo tranquilo”, «Perder tiempo», «No perder tiempo», «Vivir poéticamente», «Jugar con todo», «No endiosar nada» y «Flotar».

Hay que decir que Federico venía haciendo bastante lo que se le daba la gana desde mucho antes de fundar la religión. Siempre en Buenos Aires (“El que se va de acá, atrasa”, dice), se lo podía encontrar de día en el Florida Garden, la Galería del Este, o la Rambla, tomando café y dándole “a la pensadora”, y de noche en boites y cabarets como el Karim o Can-Can. Casi siempre, sin dinero. “Soy un artista plástico sin capacidad comercial y sin efectivo, y con una incapacidad innata para ganarme la vida”, decía. (Su padre lo había incluido como albañil en la nómina de su estudio (siendo Federico arquitecto…), para que cobrase un sueldo mínimo. “Sueldo de hijo”, decía él).

En 1969 empezó a colaborar en el programa de televisión de Tato Bores, Siempre en Domingo. Vestido con un impecable traje azul, Federico interrumpía los monólogos de Tato para anunciar, por ejemplo, el fin del día de hoy, o para cantar su canción  “Soy un pedazo de atmósfera” (grabada en un simple editado en 1970, por el sello Columbia). En 1972, en la muestra “El objeto es el sujeto”, el hombre de “físico europeo pero parte metafísica latino-hispano-indoamericana” se expuso a sí mismo; en 1974, materializó el sueño de muchos argentinos al venderle a la vedette Egle Martin una réplica de un buzón (la única obra que vendió en su vida y que Martin no pagó).

Durante la dictadura militar, Federico, como muchos, debió llamarse a silencio. A principios de los ´80, explicó la oscuridad de esos años de esta manera: “El país, a medida que fue perdiendo tela, fue de Guido Di Tella a Minguito Tinguitella”. Dijo también en esta oportunidad: “Durante los ´60 y ´70 yo abrí las ventanas para que entrara un poco de aire fresco. Ahora el aire fresco ha invadido el país. Todo el mundo tiene ganas de hacer más cosas, de manifestarse. Se acabó el miedo al papelón. Durante mucho tiempo una forma de argentinizar una idea era no concretarla. Pero ahora eso se terminó, ya nadie quiere postergar sus sueños”.

Era habitué en los programas del gran Tato.

Columnista de la revista La Semana, actor en la película El hombre que ganó la razón, dirigida por Alejandro Agresti, Federico volvió a exponerse a sí mismo en 1986, en el Centro Cultural Recoleta. En 1989 invitó a cerca de mil personas a una muestra que, él aseguró, sería realmente revolucionaria. El día de la inauguración, los invitados ingresaron a un salón completamente vacío. Federico aplaudió. “Señores, ésta es mi exposición. El arte son ustedes. Ustedes son mi obra de arte”.

La incomprensión y el menosprecio reiterados (sobre todo, de su propio entorno social), la muerte de sus padres, precipitaron un final inesperado. Un domingo en que se encontraba invitado a comer tallarines en el programa Tato de América, sufrió un pico de presión mientras bailaba El Danubio Azul. Después de permanecer unos días en terapia intensiva, el hombre que creía que el arte era hacer reír y pensar a la gente, murió. Tenía 53 años, era el 30 de agosto de 1992.

Federico hasta grabó un disco.
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