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Crónicas al Voleo

El hambre y la memoria

El hambre y la memoria

Por Germán Tinti

 

Kovarid es una región de Eslovenia limítrofe con el Friuli italiano. Es una zona montañosa, poblada de enormes bosques de pinos, ríos torrentosos y lagos de ensueño. Es un paisaje idílico que guarda una violenta memoria de la Primera Guerra Mundial. Allí se llevó a cabo una prolongada y cruenta batalla entre el Segundo Ejército del Reino de Italia al mando del General Luigi Cadorna, y las fuerzas del Imperio Austrohúngaro, comandadas por el General Otto von Below, que además contaba con la inestimable colaboración de varias divisiones del ejército del Imperio Alemán con el general Oskar von Hutier a la cabeza.

Desde la primavera boreal de 1916 una poderosa ofensiva austrohúngara atravesó las líneas italianas en los Alpes desde la región del Trentino, llegando hasta la vasta llanura del Véneto, amenazando la ciudad de Venecia, pero una ofensiva de las fuerzas del Zar Nicolás II obligaron a alemanes, austríacos y húngaros a prestar atención y enviar recursos al frente ruso. Cadorna aprovechó la situación y lanzó un ataque en agosto de ese año que culminó con la conquista de Goritzia.

Pero la alegría no le duraría mucho a Cadorna. Los aliados de Italia empezaron a tener problemas serios que dificultaron su colaboración. Los británicos debían ocuparse del frente de Flandes, los franceses atender algunos motines dentro de sus fuerzas armadas y los rusos lidiar con el creciente avance de la revolución bolchevique, que desembocó en la abdicación de Nicolás en marzo de 1917.

Así las cosas, austrohúngaros y alemanes lanzaron el 24 de octubre de 1917 una ofensiva sobre las posiciones italianas cercanas a la localidad eslovena de Kobarid (en italiano Caporetto), y prontamente rompieron el frente italiano y dispersaron a las fuerzas italianas que defendían la posición.

El hambre y la memoria
La batalla de Caporetto fue una masacre donde murieron más de 150 mil soldados italianos.

Los pertrechos de las fuerzas de la península eran insuficientes y en muchos casos ineficientes. El alto mando italiano había repartido máscaras antigas pero de mala calidad, así como escasa munición de artillería, lo cual causó que al momento del ataque los defensores italianos no pudieran reorganizarse tras el primer impacto. El mismo día 24 los alemanes y austrohúngaros aprovecharon la brecha abierta en Caporetto y se lanzaron hacia las llanuras para destruir a las fuerzas italianas allí estacionadas, avanzando 25 kilómetros e invadiendo territorio de Italia propiamente dicho, por primera vez desde el inicio de la guerra.

Fue una paliza. Un verdadero desastre militar. Se calcula que unos 150 mil soldados italianos cayeron en la contienda, la mitad de los muertos que el reino peninsular registraba en la guerra hasta ese momento. Y casi 300.000 fueron hechos prisioneros. Víctor Manuel III, a la sazón Rey de Italia, ante el duro golpe recibido, no tuvo mejor idea de acusar a los soldados hechos prisioneros por las fuerzas imperiales de desertores (a alguien había que echarle la culpa) y desde ese momento ningún prisionero de guerra italiano recibió ayuda de su gobierno.

En este punto es necesario aclarar que existía una especie de pacto no escrito según el cual los prisioneros de guerra recibían refuerzos alimentarios de sus gobiernos mientras durara su cautiverio. En este caso, Italia decidió dejar morir de hambre a miles de compatriotas en el crudo invierno de 1917 y 1918. No puede decirse que los oficiales presos la pasaran mejor que la tropa. Pero sin dudas la pasaban menos peor y el nivel de mortalidad de los escalones jerárquicos superiores era menor.

El hambre y la memoria
Giuseppe Chioni, el Alférez que salvó vidas a través de los recuerdos.

Cerca de Hannover fueron a parar muchos de los detenidos en Caporetto. Entre ellos el Alférez Giuseppe Chioni. Como una forma de espantar la muerte, ocupar la mente e inclusive despertar la memoria emotiva de sus compañeros de prisión, Chioni comenzó a recordar y anotar viejas recetas culinarias que había degustado y aprendido en su niñez. En conversaciones con otros soldados presos fue recopilando una enorme cantidad de platos que brotaban de la memoria de sus hambrientos camaradas.

El recuerdo de aquellos platos maternos, aquellos cálidos fogones familiares del pasado, hacía olvidar –al menos por unos instantes– el frío y el hambre de ese presente lejos de todo.  Abandonados por el país en cuya defensa habían sido atrapados, a miles de kilómetros de su tierra, aquellos soldados combatían la desesperanza reconstruyendo paso a paso, ingrediente a ingrediente, las recetas que habían alimentado sus infancias y adolescencias. Y Giuseppe Chioni anotaba detalladamente cada una de ellas.

Pero la tarea del Alférez no se quedó en una recopilación de recetas ancestrales. También hubo un verdadero rescate lingüístico, toda vez que plasmó aquellas recetas respetando los regionalismos y expresiones propias de las decenas de dialectos que se hablan a lo largo y a lo ancho de Italia. De Siracusa a Pavia. Desde el lago de Como al puerto de Brindisi, desde Melara, a orillas del río Po hasta las azules aguas del mar Jónico que bañan Crotona.

El hambre y la memoria
Chioni fue recopilando una por una, recetas de cada rincón de Italia, de boca de sus camaradas prisioneros.

En 1919, luego del armisticio, Giuseppe volvió a Génova, su ciudad natal, se casó con su novia de antes de la guerra y archivó el manuscrito –al que le había dado el título de «Arte culinaria» hasta, tal vez, olvidarlo. Recién a su muerte, su nieta, Roberta Chioni, encontró el cuaderno y en 2008 decidió publicarlo junto a las notas de otro prisionero de las cercanías de Hannover, Fiorentino Giosué, en un volumen llamado «La fame e la memoria. Ricettari della grande guerra. Cellelager 1917-1918».

El hambre y la memoria
La nieta de Chioni, muchos años más tarde, convirtió los manuscritos en un libro.

Estudios científicos demuestran que el cerebro protege la memoria en situaciones de hambre extrema. El Alférez Chioni no era un científico. Antes y después de la guerra trabajó como jefe de una estación ferroviaria, pero de alguna manera intuyó que recordar aquellas recetas que se forjaron generación tras generación en cada una de las regiones de Italia, permitirían sobrellevar el hambre.

En aquellas barracas cerca de Hannover, en el crudo invierno alemán, un grupo de soldados prisioneros, abandonados a su suerte por el gobierno que los había enviado a la guerra, se alimentaron de lo único que tenían: sus recuerdos.

 

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