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Cuentos de Fútbol: Osvaldito

Cuentos de Fútbol: Osvaldito

De Mauricio Cóccolo

 

Osvaldito tenía la particular costumbre de soñar raro. Convertía en sueños muchas de las cosas que vivía durante el día pero las distorsionaba, algunas veces por miedo y otras por vergüenza. Cada año antes de empezar las clases soñaba lo mismo: que se quedaba dormido el primer día y en el apuro por llegar a tiempo se olvidaba de ponerse la ropa debajo del guardapolvo. Con vergüenza, descubría su desnudez cuando sentía el frío en la entrepierna porque había pateado las sabanas al piso.

Sufría las eternas milésimas de desconcierto en las que trataba de encontrar la mejor explicación para una maestra que lo miraba desde arriba con los ojos desencajados y los labios exageradamente pintados. Justo cuando estaba por abrir la boca para soltar la estupidez que lo condenaría por el resto del año lectivo sonaba el despertador. Cuando se despertaba, Osvaldito necesitaba un buen rato para retomar su calma habitual y salir de la humillación.

En otras ocasiones los sueños solían ser más crueles porque se metían con sus deseos y temores. Osvaldito quería ser relator de fútbol. No es que soñaba con ser relator de fútbol, que es distinto. No, Osvaldito buscaba llegar a eso que anhelaba y actuaba en consecuencia para conseguirlo. Por lo que apenas juntó los años y el valor suficiente, empezó a transmitir los partidos del equipo del pueblo por la radio. No le importaba que su voz a la edad del pavo fuera tan desalentadora, y más cuando quedaba grabada en los casetes. Odiaba escucharse, pero tenía que hacerlo porque formaba parte de eso que, aunque todavía no lo fuera, él ya asumía como un trabajo.

Lo que atemorizaba a Osvaldito no era su transitoria voz de pito porque ya tendría tiempo de corregirla, lo que verdaderamente lo ponía mal era el pánico de quedarse ciego. Algo con lo que soñaba demasiado seguido: le sucedía mientras estaba relatando un partido, en el medio de la transmisión empezaba a notar que la vista se le nublaba y ya no podía distinguir a los jugadores, hasta que todo quedaba oscuro como si se apagara la pantalla de un televisor.

Cuentos de Fútbol: Osvaldito

No sabía por qué pero perder la vista, aunque fuese una posibilidad escasamente probable, le producía temor del bravo. Ese que paraliza. Volverse ciego o mudo eran circunstancias tan factibles como alocadas, pero no le generaban el mismo espanto. En realidad, la preocupación más profunda de Osvaldito era quedarse sin motivos para soñar: siempre se preguntaba con qué cosas soñarían los ciegos de nacimiento.

Para Osvaldito los sueños extraños formaban parte de su vida y los esperaba tanto como a los domingos para ir a relatar. Los dos rituales le producían la misma sensación: incertidumbre, porque no sabía qué iba a pasar y cómo reaccionaría. Cada tanto reparaba en esa ironía dual: mientras se la pasaba persiguiendo un sueño, había otro que lo perseguía a él. Durmiendo no tenía mucho para hacer y prefería entregarse al destino onírico que generalmente lo cacheteaba, pero despierto, con el micrófono en la mano, se convertía en el dueño de la situación por más impredecible que esta fuera.

No le gustaba escribir las cosas que diría durante los partidos porque pensaba que el mérito era encontrar en el momento la descripción adecuada para acontecimientos únicos e irrepetibles.

Osvaldito pensaba que en la improvisación estaba la clave, siempre teniendo como guía un precepto innegociable: lo importante no era su relato, sino el partido, el gol o lo que fuera que pasara. Todo lo que se le pudiera ocurrir servía de complemento y debía encajar con lo ocurrido. Lo que sobrevive es el frasco, pero lo que se disfruta es el dulce, solía resumir.

Cuando relataba, y también cuando soñaba, Osvaldito hacía una sola cosa: entregarse. Era él, transparente, espontáneo, sin dobleces, en ocasiones hasta inocente y demasiado crédulo. Osvaldito era lo que en los pueblos se dice un buen tipo y cometía el error de suponer que todos compartían su condición. Con el tiempo descubriría que no siempre es recomendable confiar plenamente en las personas.

El día en que empezó a desencantarse y de a poco, o de un tirón, se convirtió en hombre, Osvaldito había conseguido lo más difícil: que su papá, un camionero de pocas palabras, le prestara el Peugeot 504 para viajar hasta el pueblo vecino a relatar su primer partido de visitante. Curiosamente se le pasó por alto lo más sencillo: no llevó suficiente cable de teléfono para llegar desde la única casa que tenía una línea telefónica cerca de la cancha hasta el borde del campo de juego.

La casa, y como consecuencia la línea de teléfono para transmitir, estaba detrás de uno de los arcos, justo el que daba al tapial. Osvaldito y el dueño de la radio, que lo había acompañado, después de un largo rato de analizar distintas opciones terminaron resignándose a estacionar el auto, para usarlo como tarima, en la ubicación más ventajosa que pudieron encontrar.

Pero dar con un sitio medianamente adecuado fue solo el comienzo. Porque para que el auto sirviera de cabina de transmisión, Osvaldito debía subirse arriba del techo, que parecía un espejo recién lustrado. Dos cosas lo hicieron dudar: el remordimiento y el frío. Pensó que su papá lo hubiera matado si lo veía, pero se tranquilizó suponiendo que estaría orgulloso por el empeño de su hijo. Para menguar un poco la culpa, Osvaldito tuvo la precaución de sacarse las zapatillas, lo que no se trataba de un gesto menor en pleno invierno.

Descalzo y encima del techo blanco y reluciente del 504, con el partido por comenzar, Osvaldito descubrió un nuevo imprevisto: sus patas eran demasiado cortas y no alcanzaba a ver el arco del tapial, el que tenía más cerca. De todas formas, sintió que el destino le guiñaba un ojo cuando el sorteo determinó que su equipo, el del pueblo, atacara hacia el otro lado en el primer tiempo. Entonces, Osvaldito olfateó que la suerte andaba con ganas de divertirse aquella tarde y decidió seguirle el juego.

Osvaldito no podía dejar de pensar que estaba atrapado entre uno de sus particulares sueños y la realidad. Se sentía raro inventando la mitad del partido, la que no podía ver. Cuando atacaba su equipo no había problemas, pero cuando lo atacaban no le quedaba otra más que fantasear sobre aquello que ocurría en el sector de la cancha que la tapia le ocultaba.

Para que el relato inventado no fuera tan burdo, le había pedido al dueño de la radio que se trepara al tapial y desde ahí le reprodujera con señas lo que pasaba. Entonces, el tipo le marcaba con los dedos el número de quién tenía la pelota y como podía gesticulaba para indicarle a Osvaldito si era córner, remate desviado o la había atajado el arquero. Además, los gritos de los hinchas le servían como guía para elevar o no el tono de la voz.

En el toma y daca de la fortuna, el primer tiempo fue un 0 a 0 trabado en la mitad de la cancha y eso colaboró con el relato de Osvaldito, que creyó ver la luz al final del túnel cuando en el descanso uno de los dirigentes del equipo local se acercó para ofrecerle un chocolate caliente. Un alivio redentor le invadió el cuerpo cuando metió el primer trago profundo, pero más aún cuando reconoció la cara de su salvador: un camionero, conocido de su papá, que al verlo arriba del 504 sufriendo para adivinar lo que pasaba en uno de los arcos se ofreció a estacionar su camión para que pudiera relatar desde arriba de la caja.

Mientras subía por la escalerita del 1114 para instalarse en esa especie de visera que los camiones Mercedes Benz tienen sobre la cabina, Osvaldito pensaba que por fin había dado con un sueño agradable, que merecía ser disfrutado, y eso se notó en su relato del segundo tiempo.

Todos los resabios de angustia y sufrimiento se le fueron definitivamente del cuerpo cuando llegó el gol postrero de su equipo, el equipo del pueblo. Una especie de electricidad le recorrió las extremidades y recién en ese momento notó que había olvidado ponerse las zapatillas. “Pucha, otra vez desnudo como en los sueños”, pensó inconsciente, pero no le dio importancia porque no existe nada más trascendente que un gol sobre la hora y de visitante.

Cuentos de Fútbol: Osvaldito

En su alarido transmitido por la radio, Osvaldito dejó fluir lo mejor que tenía y las palabras le brotaron una detrás de otra, correctas y emotivas, como si fueran aguas danzantes haciendo delirar a grandes y chicos. Osvaldito sentía que flotaba adentro de una burbuja, hasta que una chispa de magiclick la pichó y empezó a notar que el piso se movía. Temblaba. Cuando abrió los ojos confirmó que no estaba soñando y descubrió, absorto, que la cancha se alejaba a medida que el camión se movía y los jugadores se veían cada vez más chiquitos en el horizonte. “No puede ser. Y dale con estos malditos sueños raros”, reincidió tratando de convencerse de que no era verdad lo que pasaba. Que no podía ser que el amigo de su papá tuviera semejante actitud.

El ruido acelerado del motor del Mercedes 1114, bramando con bronca y furia, se le grabó para siempre en la cabeza a Osvaldito, junto con otras dos enseñanzas eternas: la realidad se puede soñar pero no es un sueño y la gente nunca es demasiado buena, menos cuando a su equipo le meten un gol sobre la hora y de local. También comprendió que los sueños son como la sombra: jamás se sabe quién persigue a quién.

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