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Cristóbal Cuello: memorias de imprenta

Cristóbal Cuello: memorias de imprenta
Del archivo de «Cosas Nuestras»

Charlar con Cristóbal Cuello es meterse de lleno en la historia misma de la ciudad. Por sus manos pasaron periódicos, volantes, comunicados y la vida diaria de los altagracienses, impresa tipos de plomo y la técnica que solo da la pasión por una profesión.

Cristóbal tiene 86 años y cuenta, orgullosamente, que todo arrancó cuando tenía 13 y entró por primera vez a una imprenta. “Me quedé sin padre muy chico y mi madre tenía que arreglárselas para llevar adelante la casa. Ella tenía amistad con Don Ferreyra Barcia y me llevó ahí para empezar a trabajar”. Confiesa que le gustó desde el vamos. Lo que empezó siendo el trabajo de un adolescente casi niño terminó convirtiéndose en una profesión y en una pasión que abrazó toda su vida.

Eran tiempos de trabajo casi artesanal, con una minerva a pedal y con la tipografía que había que colocar letra por letra, a mano cada pieza de plomo. Estamos hablando de los años cuarenta.

“Me fui y volví”

“Cobraba 100 pesos por mes y me ofrecieron trabajar en la Tienda San Juan, a media cuadra de la imprenta. Me fui, pero volví al mes, porque me aburría. Ya ahí había decidido que lo mío era la imprenta y seguí con Ferreyra Barcia hasta que se fue a Córdoba”, cuenta.

Al fondo había otra imprenta, de Horacio Desiervi (que también tenía el diario La Verdad), que lo tomó como empleado. Ya en este lugar había una máquina a motor (no a pedal), que permitía hacer los trabajos más rápido. Allí aprendió a armar periódicos, cortar el papel, usar la guillotina. Era una época de mucha actividad política y eso se reflejaba en las imprentas. Allí también trabajaba Hilarión Garay, que cuando se fue, compró una minerva y puso una imprenta propia, en calle Prudencio Bustos.

A estudiar

Si bien trabajar le daba para vivir, Cristóbal quería estudiar. Así, luego de cursar en la Escuela Terminal, se recibió en Contabilidad en una academia particular. “Hice casi dos años hasta que apareció una cuñada de Desiervi, que era profesora. Tenía una academia y me enseñó contabilidad en su casa. Y no me cobró nada porque me vio emprendedor. Así fue como me recibí, además estudié administración de empresas”. Mientras, seguía trabajando en la imprenta de Garay.

 La “Kaiser”

Como tantos altagracienses, la llegada de la IKA significó conseguir trabajo bien rentado. A los 22 años, Cuello entró a trabajar allí. Cuando lo llamaron no lo querían tomar al principio, porque no sabía manejar unas máquinas. “Enseñame” dijo, y aprendió, rindió y trabajó en la fábrica durante 10 años. Fue el único tiempo que dejó la imprenta. «Me pagaban $ 11 la hora, que era plata, dice. Trabajó horas extras, incluso los domingos y eso le sirvió para ir poco a poco terminando su casa.

Pero la tinta tiraba: “Un día iba caminando por Córdoba y en una vidriera veo una minerva. Pregunté el precio, me la dieron a pagar en cuotas. Cuando la tuve casi paga, me la llevé. A todo eso seguía trabajando en la Kaiser, hasta que vi que era el día de empezar a hacer mi propio camino. Conseguí una guillotina de primer nivel, compré estanterías nuevas, papel de distintas medidas y fui armando todo. Cuando vi que todo estaba en orden, me fui de la fábrica. Con la indemnización, pagué lo que debía y abrí mi propia imprenta en barrio Cámara, junto a mi casa. Pero no era un buen lugar, así que venía flojo el trabajo. Fue cuando decidí mudarme al centro y alquilé en calle Urquiza 345 donde estuve muchísimos años». 

“Febo” asoma

El nombre del comercio de Cristóbal Cuello fue sinónimo de imprenta en Alta Gracia. “Le puse así porque cuando éramos cuatro que trabajábamos en la imprenta de Desiervi habíamos hablado de poner una propia y todo eso… Fue cuando yo dije que la iba a llamar Febo, y así fue muchos años más tarde”.

De a poco se fue afianzando, comenzó a tener buenos clientes. “Me iba a Buenos Aires a comprar la mercadería, y la traía a Alta Gracia en el tren”. Eran los años sesenta cuando “Febo” nació.

“A los 7 u 8 años ya había armado del todo la imprenta, con otra máquina además de la minervita que tenía. Luego llegó la posibilidad de comprar una offset. Hice un esfuerzo y la compré. Ya tenía tres máquinas”.

Lo demás es historia más reciente. Cristóbal tuvo la imprenta 28 años, luego la continuó su hijo Víctor otros 17 años más. Los tiempos eran otros, y la tranquilidad vale más que cualquier negocio.

En el medio, mil anécdotas, mil historias que quedan impregnadas en la memoria de la ciudad como el mismísimo olor a tinta fresca que aún hoy parece sentirse cuando uno husmea recuerdos entre las tipografías, las cajas y las mesas de armado.

Hoy, entrar a la casa de Don Cristóbal es meterse en un apasionante túnel del tiempo. Y él cuenta, explica y hasta hace funcionar algunas de las máquinas para mostrar cómo era aquello del trabajo artesanal para hacer lo que hoy se logra con solo apretar un botón.

Sus memorias, compartidas generosamente, encierran una vida dedicada al trabajo y abrazando una profesión que fue su vida, y a la que amó y ama con toda pasión. Está orgulloso de haber sido y de ser imprentero.

Pucha! si dan ganas de quedarse a imprimir algún volante en la vieja minervita…

nakasone