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Crónicas al Voleo

La batalla aérea de Los Ángeles

La batalla aérea de Los Ángeles
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Las alarmas antiaéreas destrozaron la tranquilidad de la luminosa y templada noche de Los Ángeles. Eran las 2.15 de la madrugada del miércoles 25 de febrero de 1942. El ensordecedor aullido de las sirenas que anunciaban un posible ataque enemigo aterrorizó a los trasnochadores e hizo saltar de sus camas a quienes dormían plácidamente desde hacía varias horas.

Hay que tener en cuenta que este incidente ocurría a menos de tres meses del letal ataque a Pearl Harbor llevado a cabo por la Armada Imperial Japonesa y que provocó la muerte de 2400 militares y unos 70 civiles, además de hundir o averiar 20 buques estacionados en el puerto hawaiano.

Pero los angelinos (y si, ese es el gentilicio de los naturales de Los Ángeles) estaban especialmente sensibilizados porque tan solo dos días antes se había producido el bombardeo de Elwood, el primer ataque que sufrió Estados Unidos en su territorio continental durante la Segunda Guerra.

Un solitario submarino japonés

El campo petrolero Elwood está a algo más de 150 km al norte de Los Ángeles, cerca de Santa Bárbara. En el anochecer del 23 de febrero un submarino japonés I-17 comenzó a descargar artillería sobre las instalaciones. El capitán de la nave nipona, Kozo Nishino, conocía el predio porque años antes, conduciendo un buque comercial, había ingresado para cargar combustible. Y en la ocasión pudo hacer un recorrido por el lugar.

Si bien el objetivo de Nishino eran unos tanques de combustibles ubicados en la cima de un acantilado, la puntería de sus artilleros no fue la mejor. Así, el ataque provocó unos pocos daños materiales en algunos galpones y la mayoría de los proyectiles fueron a explotar en una playa desierta. La hora del ataque –que comenzó a las 19.15– impidió que haya víctimas porque prácticamente no quedaban trabajadores.

Pero si bien no hubo que lamentar grandes daños ni muertos o heridos, el ataque instaló un profundo temor entre los pobladores de la costa californiana. Se sintieron expuestos a bombardeos enemigos y la propagación del rumor que afirmaba que el submarino había puesto proa hacia Los Ángeles produjo un masivo sentimiento de paranoia.

Una magnifica noche en Los Ángeles

Lo cierto es que aquella madrugada del 25 de febrero los habitantes de Los Ángeles saltaron de sus camas sin entender del todo qué pasaba. Se alertó a las baterías antiaéreas y a los pilotos del 4º Comando de Interceptores -ningún avión llegó a despegar-, mientras los radares seguían al objeto, que volaba hacia Los Ángeles. Seis minutos después de iniciada la alarma, mientras las sirenas aún sonaban se dispuso un apagón para dificultar la identificación de objetivos estratégicos por parte de los atacantes. A las 3.16 los cañones de la 37ª Brigada de Artillería Costera abrieron fuego contra el objeto no identificado. En total, dispararon 1.400 proyectiles durante una hora. Ninguno dio en el blanco.

«Era una hermosa noche de luna, pero la magnificencia de la Luna quedaba eclipsada por el brillante resplandor de los cañones de 90 milímetros y de 3 pulgadas escupiendo fuego a los cielos; los fogonazos y el ruido de los proyectiles explotando, los delicados trazos rojos y verdes de los obuses de 40 y 50 milímetros arqueándose perezosamente a través de los cielos, y la incandescencia brillante de los reflectores, de aquí para allá, arriba y abajo». La inspirada pluma del coronel de artillería John Murphy –que ese día se alojaba en un hotel y que al escuchar las primeras detonaciones subió a la azotea para ver que ocurría– describían en el «Antiaircraft Journal» («Jornal Antiaéreo», porque –como dice Serrat– «ha de haber gente pa’ todo») la supuesta batalla aérea.

A las 7.21 horas, se levantó la alerta con varios edificios dañados por el fuego amigo; tres muertos en accidentes de tráfico y otros tres de ataque al corazón. Nadie nunca pudo avistar una nave enemiga.

Muchas teorías, ninguna explicación

Al día siguiente los diarios angelinos no hablaban de otra cosa. La mayoría de los periódicos retrasaron su publicación para incluir en su primera plana y en sus páginas interiores todo lo que pudo averiguarse del supuesto ataque. Pero nadie pudo encontrar ninguna certeza, los sucesos de aquella madrugada navegaban en un encrespado mar de dudas e incertidumbre.

«El Ejército dice que la alarma fue real», titulaba «Los Angeles Times». Y algunas líneas más abajo explicaba que «en dos declaraciones oficiales, emitidas mientras el secretario de Marina (Frank) Knox atribuía en Washington la actividad a una falsa alarma y a la “tensión nerviosa”, el Mando (de Defensa Occidental del Ejército) confirmaba y reconfirmaba en San Francisco la presencia de aviones no identificados en el sur de California».

La ola de rumores fue creciendo y arrojando todo tipo de hipótesis; algunas de ellas con supuesta base científica y un montón basadas en teorías conspirativas (las que, se sabe, tienen un barniz creíble pero cuando se tira un poquito de la cuerda empiezan a hacer agua por todas partes). Aviones comerciales utilizados por el enemigo para provocar una falsa alarma; aeronaves japonesas que despegaron desde bases secretas en el sur de California o en México; novedosos submarinos capaces de transportar y hacer despegar aviones en alta mar… Lo llamativo de todo esto es que las explicaciones no salían de tabernas frecuentadas por borrachines trasnochados, sino que surgían de los altos mandos militares, tanto de Los Ángeles como de San Francisco y Washington.

Una explicación interestelar

La falta de respuestas comprobables fue dilatando las investigaciones, que fueron perdiendo ímpetu y perdiéndose en los sinuosos senderos del olvido. Solamente algunos años después volvió a surgir la cuestión de mano de los ufólogos.

El interés por los objetos voladores no identificados no existía hasta 1947, cuando se avistó el primer OVNI en Estados Unidos. Fue entonces cuando un montón de alucinados creyó encontrar la explicación: fueron extraterrestres; probablemente los mismos que construyeron las pirámides de Egipto, o los que trajeron los gatos a la tierra.

Lo cierto es que la explicación más probable (y la menos interesante, hay que decirlo) es que las alarmas fueron disparadas por un globo meteorológico. Y que algunos centinelas cargados de stress y paranoia flasharon aviones japoneses y empezaron a disparar. A veces la realidad es más aburrida de lo que quisiéramos.

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