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Crónicas al Voleo

El mago que pacificó Argelia

La historia del relojero que se convirtió en mago

Por Germán Tinti

De chico me fascinaban los magos (de grande también, claro). En los circos era prácticamente el único acto que me atraía. Los payasos me provocaban desconfianza, los trapecistas me generaban angustia, a los leones los veía viejos y cansados, a veces había un elefante que pateaba una pelota con desgano. Pero los magos… eso era distinto.

Con ellos la realidad entraba en pausa, las leyes de la física y las de la naturaleza dejaban de ser inexorables para someterse mansamente a sus deseos y con una sonrisa un poco sobradora convertían un paraguas en un ramo de flores. O sacaban infinidad de pañuelos de colores de la nada; con un movimiento de su capa hacían aparecer una paloma y –como canta el Nano Serrat– sacaban un conejo de una vieja chistera.

Casa natal de Jean Eugène Robert, en Blois (Francia).

¿Habrá sentido lo mismo el pequeño Jean-Eugène Robert cuando llegaban a su Blois natal, en el centro de Francia, las compañías de variedades que recorrían los polvorientos caminos para ofrecer diversión y entretenimiento un día aquí y otro allá? Es probable, aunque durante su niñez y adolescencia no dio señales de querer imitar a aquellos misteriosos personajes, ataviados como príncipes persas o cortesanos chinos, expertos en artes de birlibirloque, la taumaturgia, la prestidigitación, el encantamiento y el ilusionismo.

Muy por el contrario, Jean-Eugène, que había nacido en 1805 y era hijo de un relojero, cuando era joven se trasladó a Orleans para cursar sus estudios. De regreso a Blois decidió dedicarse al oficio familiar: la relojería, contradiciendo los deseos de su padre que deseaba que estudiara leyes y que con ese objetivo le había conseguido un empleo en un despacho jurídico.

El destino mete la uña

Así las cosas, comenzó a arreglar relojes en el taller de un primo. En su afán de perfeccionamiento encargó un tratado de horología. Faltaba mucho para que se desarrollara el e-commerce y en lugar de un par de volúmenes referidos a relojes y maquinarias para medir el tiempo, recibió un –por entonces– célebre tratado de magia llamado Divertimentos científicos.

Tal vez frustrado, decidió echarle una ojeada al mamotreto antes de devolverlo y reclamar el pedido original. Y no pudo dejar de leerlo. Página tras página se le fue abriendo un mundo fascinante que atrapó por completo al relojero de Blois. Desde entonces dividió su tiempo entre el taller de su primo y el estudio concienzudo de todo libro relacionado con la magia que podía conseguir. Asimismo, comenzó a tomar clases con el crédito local: Maous de Blois, un mago aficionado que le permitió practicar y perfeccionar los trucos que le describían las publicaciones que iba adquiriendo.

Jean-Eugène progresaba en todos los sentidos. Como mago mejoraba sus trucos día a día. Como relojero conseguía abrir su propio taller en Tours, a unos 50 kilómetros de su ciudad natal. Allí continuó alternado la relojería con la magia. De hecho, comenzó a actuar junto a un grupo de variedades, en el que conoció a un colega de gran prestigio en la región: el mago Torrini.

El padre de la magia moderna tiene más de una estatua que lo recuerda.

El amor, como por arte de magia

En realidad Torrini era el seudónimo de Edmund de Grisi un aristócrata que tomó a Robert como aprendiz y le abrió las puertas de los más selectos salones de Tours primero, de Francia luego y finalmente de toda Europa. El mago, entonces, hizo desaparecer al relojero. O mejor, lo convirtió en un inventor de mecanismos para perfeccionar los trucos que iba creando.

En uno de esos salones que frecuentaba, durante una de las glamorosas soirées que lo tenían como uno de sus atractivos principales, conoció a Josèphe Cecile Houdin, “una joven dama con la que hizo buenas migas porque también era hija de relojero” según explica uno de sus biógrafos. Y de verdad que hizo buenas migas. Tanto que se casó con ella en 1830, unió su apellido al de su esposa, tuvieron ocho hijos y se establecieron en París.

Allí, Robert-Houdin comenzó a trabajar en el taller de su suegro, fabricando autómatas y maquinarias que en muchos casos estaban destinadas al mundo del espectáculo y el entretenimiento y que obtuvieron una fama que cruzó el Atlántico, a punto tal que el el famoso empresario circense Phineas Taylor Barnum llegó desde los Estados Unidos para adquirir varias de sus creaciones.

Veladas fantásticas… y paquetas

El éxito profesional se vio ensombrecido cuando en 1843 falleció Josèphe. No obstante el duelo, Jean Eugène volvió a casarse ese mismo año con François Marguerite Olympe Braconnier. Uno de los biógrafos sugiere que este nuevo matrimonio tuvo más razones prácticas que sentimentales: tres de los  hijos de Robert-Houdin eran aún muy pequeños y necesitaban, de acuerdo al pensamiento de la época, la figura de una madre. Ocuparse de los niños no era cosa del “jefe de familia”.

Sus espectáculos formaban parte de lo mejor de la escena parisina.

Este matrimonio por conveniencia le permitió a Jean Eugène continuar dedicándose a desarrollar sus inventos en el taller de su exsuegro y aplicar muchos de ellos en los trucos que creaba para sus actuaciones. Y estas actuaciones le permitían codearse con la aristocracia parisina, que le abría puertas y le brindaba oportunidades. Así, en 1845 pudo alquilar un salón en el Primer Distrito, en la exclusiva zona del Palais-Royal, para transformarlo en un teatro al que bautizó Soirées Fantastiques. La inauguración  fue un fracaso. La falta de publicidad hizo que la mayoría de las 200 butacas estuvieran vacías, y los nervios de Robert-Houdin hicieron que su actuación estuviera plagada de errores.

Su ánimo y su economía salieron muy golpeados tras este debut en falso. Debió vender sus propiedades para pagar las deudas, pero logró levantarse y su teatro y sus espectáculos se convirtieron en un verdadero suceso en el mundo del espectáculo de la ciudad luz.

Pero por más mago que fuera, Jean Eugène no pudo anticipar la convocatoria que en 1857 le haría el mismísimo Napoleón III, que por entonces ya había evolucionado de Presidente a Emperador. Mucho menos podía imaginar lo que el jefe del estado le iba a encomendar.

Al servicio del Emperador

Francia empezaba a tener problemas en sus colonias en el norte de África. Los informes explicaban que en Argelia mullahs y morabitos incitaban levantamientos con falsos milagros, trucos y bendiciones que insuflaban valor y rebeldía entre los argelinos. Napo pretendía disuadirlos demostrando que los franceses tenían una magia más fuerte”. Un delirio insensato… que funcionó.

El destino quiso que el Emperador lo convocara para una misión patriótica.

Entonces, Robert-Houdin viajó a Argel, actuó en un teatro para las autoridades y brindó algunas funciones privadas a varios jeques. Dos de los trucos que llevó a cabo causaron estupor e hicieron pensar que el francés era capaz de hacer cualquier cosa, los árabes comenzaron a temerle al ilusionista. En uno de ellos, indicó a un espectador (árabe, claro) que le disparase con una bala marcada, que Robert-Houdin “atrapó” con sus dientes. Los espectadores quedaron demudados, no era posible matar a ese hombre.

El otro truco les hizo creer que el mago galo podía debilitar a las personas. Convocó a un forzudo soldado y le entregó una caja metálica vacía que el militar levantó con facilidad. Luego de unos pases mágicos, el mago depositó la caja en el suelo y entonces el ocasional colaborador no pudo moverla. La explicación del truco es sencilla, pero los asistentes desconocían la presencia debajo del piso de un electroimán, y también sus propiedades. Una estrategia de Napoleón III que parecía descabellada sirvió para retrasar más de un siglo la independencia argelina. Bueno, también hay que decir que las fuerzas militares francesas y la Legión Extranjera tuvieron algo que ver también.

Los jeques argelinos no lo podían creer. Era imposible matar a un francés…

El truco del adiós

Aquellas de Argelia fueron las últimas actuaciones en público de Jean Eugène Robert-Houdin. El estallido de la guerra Franco-Prusiana llevó a uno de los hijos del mago al frente de batalla, donde sufrió heridas que terminaron provocándole la muerte.

La pérdida de su hijo, la derrota de su país ante las fuerzas comandadas por Otto von Bismark y la pobreza en la que quedó sumida Francia luego de la guerra, al inicio de la Tercera República, sumieron a Jean Eugéne en la depresión. Finalmente una pulmonía puso fin a sus días en 1871.

Su teatro, el Soirées Fantastiques, siguió brindando magia: fue adquirido en 1888 por Marie Georges Jean Méliès, uno de los pioneros de la cinematografía, que lo utilizó para exhibir sus primeros filmes.

A Robert-Houdin lo homenajearon generaciones enteras de magos. Tal vez el más conocido haya sido el húngaro nacionalizado estadounidense Erik Weisz, quien decidió asumir el seudónimo artístico de Harry Houdini en honor al padre de la magia moderna.

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