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Cuentos de Fútbol: «Don Salvatore, pianista del Colón»

DE OSVALDO SORIANO

 

Don Salvatore es mi vecino. No es inválido, pero nadie lo vio caminar nunca. Antes era zapatero y estaba siempre sentado. Ahora los nietos lo sacan a la vereda en una silla de paja, y él se queda todo el día allí, en camiseta, embelesado, mirando hacia el puerto como si esperara volver a ver el barco que lo trajo de Cosenza. No saluda a nadie, no lee, no fuma. Sigue de reojo a las chicas que pasan con el jean ajustado a las caderas y después aprueba o desaprueba con un leve toque de la cabeza.

Lo sacan a las siete de la mañana, antes de que yo me vaya a dormir, cuando todavía está oscuro y por la calle pasan los obreros del puerto y las maestras que esperan el ómnibus. Levantan la silla entre dos y lo dejan allí, como a un emperador aburrido. Le dan el almuerzo en una olla y lo entran a la hora de la cena. Hay quien dice que se llevó tal emoción cuando Italia ganó la Copa del Mundo de 1982, que nadie pudo volver a ponerlo de pie. Un plomero que entró en su casa contó que las noches de frío lo cubren con una frazada a cuadros. Cuando llueve, el sastre de al lado levanta el toldo y llama al verdulero para que lo ayude a ponerlo debajo. Los gatos de toda La Boca corren a refugiarse allí y le hacen compañía.

 

El domingo estaba triste porque se había muerto Borges, que tenía su misma edad. Él no lo había leído, pero sabía que era un escritor de genio y un hombre muy conocido. «Era de esa gente que piensa con la cabeza», me dijo. Después me preguntó si era difícil el oficio de escritor y para qué demonios servía.

Eso ya me lo había preguntado antes, de manera que salí del paso explicándole que tal vez no sirviera de nada, pero que quizás él no fuera como es, un tipo sentado para siempre, si no existiera alguien que le diera un sentido a su rebeldía.

No, qué rebeldía —me dijo y miró al suelo—. Así se está mejor. Es la posición de esperar, de comer, de hablar con los chicos, ¿hay algo más interesante que eso?

Cuando empieza el fútbol, una nieta saca el televisor al zaguán, mueve la silla, y don Salvatore mira con el mismo asombro con el que descubrió América. Le dije que estaba escribiendo sobre el Mundial para un diario italiano y le pregunté qué le habían parecido los partidos del día.

¿El Quotidiano del Poppolo? —se alegró.

—No, Il Manifesto —le dije—: quotidiano comunista.

No se meta en líos —dijo y miró a los costados.

— ¿Qué le parecieron los soviéticos?

¿Ese diario es de ellos? ¿Hay que hablar bien de los rusos?

—No —le dije—. Diga lo que quiera.

¿Entonces por qué no me pregunta por Bélgica? Acá nos pueden estar escuchando.

—Me pareció que los rusos no merecían perder.

Caballeros, los rusos —me dijo—. Les hicieron dos goles en orsai y ni chistaron. Con Stalin no eran así. Yo dirigí un partido en Kiev y casi me matan por culpa del línea.

— ¿Usted dirigió en Kiev?

En el 42. Un camisa negra la metió con la mano y el línea ni levantó la bandera. Diga que estaba los alemanes, que si no me matan.

— ¿Le parece que Italia le va a ganar a Francia? —pregunté.

¿Lo va a poner en el diario comunista?

—Sí, pero no voy a escribir su nombre.

Está bien. Gana Italia en el alargue, gol de Altobelli. Los franceses son unos flojos. ¿No me quiere cebar unos mates?

—Tengo que ir a escribir un artículo.

Entonces otro día tráigase una silla y el mate y vemos el partido juntos. En una de ésas viene el peluquero. ¿De qué diario me dijo?

—Il Manifesto.

¿Llega a Cosenza? Ahí tengo un primo comunista.

—Claro. ¿No se anima a que ponga su nombre?

Póngalo. Total, no voy a volver más: Di Genaro Salvatore, pianista del Colón.

—No nos van a creer.

Usted ponga así. Mi primo piensa que yo soy pianista.

—¿Quién se lo dijo?

Mi hija, cuando fue de paseo. Le mostró las fotos, siempre sentado, y se le ocurrió eso. «Salvatore es pianista en el Colón», le dijo. Se quedó muy impresionado.

—¿Está seguro de que no quiere volver? —pregunté.

No, para qué. Allá sería un calabrés cualquiera. Acá soy músico del Colón y hago declaraciones para Il Manifesto.

Echó un vistazo a la hija del farmacéutico que cruzaba la calle y bajó la cabeza. Tosía un poco.

¿Se imagina la cara que va a poner mi primo cuando lea el diario? —dijo y se quedó otra vez con la cara fija en el puerto. Me pareció que sonreía.

 

 

 

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