Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)
Cada cual tiene su propio prontuario gastronómico. No sé si eso sirve para interpretar a una persona y sacar conclusiones sobre su recorrido vital. O para inferir razones para explicar éxitos o fracasos, laborales o sentimentales. Tampoco parece que fuera importante. Pero sin dudas expresa un camino transitado que, a lo largo de los años, expresa la identidad de una persona como las huellas digitales, o más.
Y ese recorrido suele comenzar en la adolescencia cuando más allá de las delicias que salían de las cocinas de madres y abuelas, uno comenzaba a salir de la casa para ir a comer con amigos. Así fuimos descubriendo los primeros locales de comidas rápidas, restaurantes, bares y fondines. En muchos casos eran negocios de reputación dudosa, calidad discutible y precios accesibles. Claro que a esa edad el estómago y el hígado suelen soportar bastante el castigo.
Pizza al taglio y lomos con licuado

Allá por los años 80 Córdoba tenía una limitada oferta gastronómica. Y los bolsillos flacos de los adolescentes podían tener acceso a lomiterías –por entonces marca registrada de la cordobesidad, el fernet con coca no asomaba en el horizonte–, pizzerías o piringundines donde uno no llevaría a una chica que pretendía seducir.
Colón y General Paz. Esquina neurálgica de la ciudad y en aquellos tiempos epicentro de festejos y manifestaciones populares. Allí estaba «Las Cuartetas», tradicional pizzería que tenía una interminable lista de variedades. Y que esparcía su aroma embrujado por toda la zona y que –por si fuera poco– vendía «al taglio». Por lo que por un par de billetes te proveían de dos porciones y una coquita. Nunca se almorzaba o se cenaba allí. Se desayunaba o se merendaba, o se calmaba el hambrazón con el que salíamos después de una función doble en el Gran Rex.
Pero si la velada cinematográfica era en el Cinerama, o en El Ángel Azul, la opción al salir era ir a la vuelta, a los Lomitos Tucumán. Negocio de un hincha de Belgrano inoxidable que tenía sus paredes decoradas con fotos de las figuras del cuadro de Alberdi de la época. Todas –juraría– tomadas por el gran Ricardo Villalón, el decano de los fotógrafos del fútbol cordobés.
En ese pequeño local, que tenía una barra (pintada de celeste, obvio) que dejaba un pasillo central para que los empleados pudieran llegarse a la cocina. Así, llevaban las comandas y traían los pedidos para los clientes, el menú estrella era lomito con… licuado de banana. Ya dijimos que nuestros estómagos y nuestros hígados eran irrompibles por ese entonces.
Bares y fondas
Para combatir las horas muertas, especialmente las nocturnas de un sábado, el Castelar era el lugar ideal. Estaba en la primera cuadra de Vélez Sarsfield y por sus mesas milagrosas desfilaban pintores en ciernes, futuras estrellas del rock vernáculo, actores vocacionales. Náufragos de la vida, filósofos del reviente, empleados municipales, tipos que tenían mucha pinta de canas de civil, sabihondos y suicidas.

También era un buen lugar para llegar después de recitales o de algún boliche (Chez Amí, Papatansius, Fly City, el fugaz Marley y un largo rosario de lugares menos recomendables pero igualmente memorables). En ese entonces Nueva Córdoba empezaba a explotar como polo de entretenimiento juvenil. Surgían Los «bares danzantes» y «salas de concierto». O sea, antros con un precario sistema acústico, despacho de bebidas de dudosa calidad y medidas de seguridad inexistentes. Al Castelar se podía llegar a las tres de la mañana y pedir un plato de ravioles con una jarra de vino de la casa y un sifón.
Otra opción para estómagos trasnochados era Lomitos Dino, en la Cañada entre bulevar San Juan y Belgrano. Funcionaba en una playa de estacionamiento que estaba donde hoy hay un hotel. Todo andaba sobre ruedas hasta que una noche un procedimiento policial revisó las heladeras… Y encontró, además de carne, lechuga, tomate y mayonesa, unos ladrillos de marihuana que no figuraban en la carta ni eran para uso medicinal.
Milanesas, gatos y porno
Al lado de donde hoy funciona el McDonalds de plaza Colón estaba La Strega, que nada tenía que ver con las lomiterías homónimas que actualmente ofrecen sus productos en Alta Córdoba y Nueva Córdoba. Este era un piringundín pequeño, angosto y largo, donde el dueño, un tipo con pinta y algunas actitudes de anarquista, hacía uno de los mejores sandwichs de milanesa de la comarca. Dada la grasitud del ambiente, el dress code sugería concurrir vistiendo ropa con un par de días de uso, cosa de volver a casa y meterla en el lavarropas.
También en la zona céntrica estaba Lomitos Sucre, un galpón en la tercera cuadra de la calle homónima en donde se podían comer lomitos y otros sandwichs calientes durante las 24 horas. También tenía una especie de trastienda con una parrilla con algunos cortes selectos (recomendada la costeleta con fritas) y donde, después de las dos de la mañana, ponían películas triple equis que los comensales miraban (mirábamos) en un silencio que ya hubiera deseado Ingmar Bergman para sus filmes.

La actualmente conocida como «zona sur» estaba muy lejos de ser el polo gastronómico que es en estos días, que es un fenómeno de este siglo. Pero había un par de reductos ineludibles. El Castillo de Iponá ofrecía uno de los lomitos más originales que había probado hasta ese momento, porque traían el huevo frito con la yema jugosa, un hallazgo para la época. Hay que reconocer que con algunos amigos que vivían en la zona también concurríamos para mirar embobados a la hija de los dueños y ponernos colorados y tartamudear cuando nos traía el pedido.
En el sector también estaba «El Turco» que se emplazaba en la Valparaiso al frente de la YPF que está después de las vías. Su particularidad era que el precio del lomito era prácticamente la mitad que en cualquier otro lugar de la ciudad. El secreto lo descubrimos cuando leímos en el diario que una inspección municipal había encontrado unas cuantas medias reses de gato en la heladera. Y nosotros que nos reíamos de los rosarinos.
La nostalgia aquí otra vez
La lista de lugares es bien larga y cada uno podrá agregar sus favoritos. Quedan en mis apuntes la pizzería El Mago que estaba al lado de la Piojera cuando pasaban pelis de mujeres con poca ropa y le imitaba los lomitos al 348, La Alameda y el Rincón Mendocino en la zona de la facultad de Derecho y que ofrecían locro todo el año y a toda hora, lo de Rossi cerca del hipódromo, donde asistimos a un violento asalto cuando esperábamos que salieran los sandwichs de milanesa, el Cafetín Provincias Unidas que para nosotros era simplemente lo del Barbeta (que después puso el Carro de Mario, que es un golazo) y donde pasamos años nuevos y chupinas.

Todos lugares en los que transcurrieron horas felices con queridos amigos. A todos –a los lugares– se los llevó puestos el tiempo y solo nos quedan, como los besos que añora el poeta uruguayo Fernando Cabrera, «un sabor desaparecido / Que se fue contigo».
¡Salú!
Estas líneas no tienen la tanguera pretensión de llorar el pasado idealizado y despotricar por los cambios que el tiempo opera en todo. Córdoba fue creciendo y su propuesta gastronómica fue mejorando y diversificándose. Así nuestros paladares se educaron y aprendieron a disfrutar propuestas de todo el mundo. Pero para algunos, aquellos piringundines fueron el inicio de un camino de sabores, amistades y momentos compartidos que templaron nuestra personalidad.
Tal vez sea un derroche, pero esos sentimientos bendecidos que flotan como idos me llevan a parafrasear a don Raúl González Tuñon y afirmar que todo ese camino transitado nos haya servido, nada menos que «para que un día nos queden unos cuantos recuerdos / Decir «estuve, estuve en tal pasión, en tal recodo”, estuve / Por ejemplo, en la Parrilla de Miguel una noche, con un trozo de asado / Una amistad tranquila, la mesa clara, el perro, el buen hablar».


