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Crónicas al Voleo

Los topos del franquismo

Los topos del franquismo

Por Germán Tinti

 

La Guerra Civil Española fue cruel y dolorosa (todas las guerras lo son, claro). Muchos historiadores la consideran un ensayo de la gran conflagración mundial que sacudiría al planeta algunos años después. Hubo fuerzas alemanas e italianas apoyando a Franco. También concurrieron los soviéticos y las Milicias Internacionales (voluntarios de más de 50 países) para reforzar a los Republicanos. Francia e Inglaterra medio que se hicieron los boludos, todavía no consideraban al fascismo como algo demasiado grave.

Como suele suceder en estas conflagraciones, muchas personas debieron emprender el camino del exilio. Algunos traspusieron los Pirineos para buscar refugio en Francia, otros saltaban el Mediterráneo y se establecían en Marruecos, no pocos cruzaron el Atlántico e hicieron una nueva vida en América.

Los topos del franquismo
La Guerra Civil Española dejó marcas durante décadas.

Pero hubo algunos que no pudieron –o no quisieron– dejar España y, una vez terminada la guerra y establecida la dictadura fascista, tuvieron que vivir muchos años escondidos. Y es que si bien la guerra terminó oficialmente el 1 de abril de 1939, cuando el  locutor Fernando Fernández de Córdoba leyó a través de la sintonía de Radio Nacional de España el último parte, escrito y firmado por Francisco Franco en Burgos, los problemas para quienes estaban identificados con el bando republicano no hacían más que empezar.

Porque con el establecimiento del “Generalísimo” en situación de poder absoluto, se conformaron unos verdaderos “comités de exterminio” que, amparándose en la Ley de Responsabilidades Políticas, salieron a cazar “rojos” y se cargaron casi 200 mil republicanos. Estos comités, recogían por las noche a sus víctimas haciendo lo que ellos mismos llamaban “paseos” y los llevaban en camiones hasta su “último destino”. ¿A alguien le suena? Sólo pudieron salvar el pellejo aquellos que pusieron tierra de por medio o bien se enterraron en vida. Estos últimos, que llegaron a estar más de 30 años ocultos en paredes dobles, pozos, sótanos o desvanes, son conocidos como los “topos del franquismo”.

Saturnino de Lucas Gilsanz era el alcalde de Mudrián, un pequeño pueblito de la provincia de Segovia, en la comunidad autónoma de Castilla y León. Al estallar la Guerra Civil su pueblo quedó del lado dominado por los falangistas. No obstante, en los primeros tiempos de la conflagración un grupo de milicianos republicanos llegó a Mudrián con la intención de fusilar al cura del pueblo. Saturnino los enfrentó y salvó la vida del religioso, que poco tiempo después tuvo la ocasión de devolverle el favor, escondiéndolo en un arcón en el establo de la parroquia cuando fueron las fuerzas nacionalistas fueron a buscar al Alcalde, de reconocida adhesión al Frente Popular. De Lucas Gilsanz estuvo recluido en ese lugar nada menos que 4 años. Salía por las noches a fumar, hacer sus necesidades fisiológicas, alimentarse y conversar con su amigo, el cura. Pasado ese tiempo “se mudó” al desván de la casa de sus padres, un pequeño cuarto que medía 2 metros de ancho por 4 de largo, y 63 centímetros en su parte más alta. Allí se pasó nada menos que los siguientes 30 años. En el interín leyó y escribió incansablemente. Cuando salió apenas podía mantenerse en pié. Murió sólo 7 meses después de abandonar su encierro.

Los topos del franquismo
Saturnino De Lucas Gilsanz, al salir de su encierro de 30 años.

Parecidas fueron las circunstancias que atravesó Manuel Cortés Quero, a quien el conflicto armado lo encontró ejerciendo la alcaldía de Mijas (Málaga). Enrolado en el bando republicano, antes de que fueran por él los falangistas, Manuel se echó al monte y, durante los tres años que duró la guerra se mantuvo en permanente movimiento, saltando de un escondite a otro. Finalizada la guerra regresó sigilosamente a su casa y estuvo 30 años encerrado en un pequeño cuarto falso. El 31 de marzo 1969 escuchó por la radio el Decreto-Ley mediante el cual Franco declaraba “prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al uno de abril de mil novecientos treinta y nueve”. Después de mucho vacilar decidió presentarse, acompañado por el entonces Alcalde de Mijas, ante el teniente coronel de la Guardia Civil, y lloró cuando el militar le confirmó que era un  hombre libre. El Topo de Mijas pisó las calles nuevamente.

Los topos del franquismo
Manuel Cortés Quero, otro de los «topos» que se escondieron de la dictadura y de la muerte.

Béjar es un pequeño pueblo de la sierra salamanquina. Allí trabajaba como recepcionista de un hostal Ángel Blázquez. Por ser militante de la Unión General de Trabajadores, en 1934 fue detenido y acusado de participar en una sublevación popular. Pasó año y medio en el “trullo” y una vez liberado se exilió en Portugal, pero las autoridades lusas lo extraditaron de nuevo a España por hallarse indocumentado, y fue encarcelado nuevamente, hasta que el Frente Popular lo amnistió al asumir el gobierno tras ganar, el 16 de febrero de 1936, las últimas elecciones durante la Segunda República. Al estallar el golpe de estado y, por consiguiente, la guerra civil, lo quisieron enrolar en el ejército rebelde; pero Blázquez se declaró insumiso y optó esconderse en la bodega de su domicilio, en un falso techo de 5 metros de ancho por 2 de largo, donde permaneció agazapado durante 20 años. La comida se la daba su madre a cucharadas porque apenas cabía por la ranura.

Los topos del franquismo
Así era una «topera» en tiempos de la dictadura de Francisco Franco.

A Secundino Angulo García lo apodaban Trifón. Era un labrador socialista del Valle de Losa, en la provincia de Castilla y León al que la “Benemérita” Guardia Civil fue a buscar una madrugada para llevarlo, junto a otros detenidos, al paraje denominado Puerto de la Horca. Un amigo que revistaba en la fuerza lo ayudó a escapar y de este modo se salvó de ser uno de los cuerpos que fueron hallados muchos años después en una fosa común descubierta en ese lugar. Su vida de topo fue breve en comparación de las otras aquí reseñadas. Estuvo escondido en el establo de su casa familiar, a la que había regresado cuando todos lo daban por muerto.  Durante ese encierro escribió una carta de despedida a sus compañeros que habían sido asesinados la noche en la que él pudo escapar

«Vienen tantas y tantas cosas a mi imaginación desde aquel momento, que no puedo describirlas por la gran pena que he tenido y tengo, el saber que nos habéis abandonado para siempre, como unos de los buenos camaradas que erais nuestros, dejando fijados en estas como fieles hijos de nuestra querida República. (…) Con todo ello, camaradas, ha sido tan enorme el hueco que habéis dejado, no solamente en vuestra familias, sino también entre todos nosotros que os queríamos de todo corazón por ser tan buenos y que sería de todo punto imposible que pueda remplazarse por ningún otro.»

Los nombres y las historias se suceden y se agolpan. Fueron cientos los que debieron esconderse en ratoneras para zafar de la venganza franquista y se erigieron en testigos mudos y ocultos de la sinrazón de las guerras y las dictaduras.

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