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Crónicas al Voleo

La dama del bandoneón

La dama del bandoneón
Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Si bien se tienen noticias de su existencia desde los últimos años del gobierno de Juan Manuel de Rosas, el tango comienza a tener cierto predicamento en sectores populares, marginales y prostibularios de Buenos Aires y Montevideo en la última década del Siglo XIX y en los primeros años de la siguiente centuria.

En aquellas épocas iniciales el tango era cosas de hombres. Y en todo caso, incluía a mujeres «de mal vivir». Es decir, aquellas que trabajaban en los burdeles donde se difundía esta música (chicas mal de casas bien y chicas bien de casas mal, cantaría años después Edmundo Rivero). De hecho, fuera de este ámbito este estilo musical era bailado solamente por hombres. Pasa que bailar bien el tango era una forma de destacar y así impresionar a las mujeres en los prostíbulos.

Eran tiempos de los primeros tangos cantados y las letras eran, por decirlo de algún modo, subidas de tono. «Concha sucia» (devenida en «Cara sucia», «Que polvo con tanto viento», «La concha de la lora», «El choclo» (anterior a la versión de Discépolo) y «La flauta de Bartolo» (reversionado en 1987 por el grupo español Pabellón Psiquiátrico) son unos pocos ejemplos de lo que estamos diciendo.

Solo para hombres

En este contexto, la inserción de la mujer a nivel artístico en el tango se fue demorando. Antes, la expresión musical debió pasar de los sectores marginales a salones de mejor reputación. Recién en 1911 una dama se atrevió a cantar tangos en un escenario. Hablamos de la uruguaya Linda Thelma (seudónimo de Felisa Bentivegna), que abordó el género en una obra de teatro exhibida en el teatro Apolo de Buenos Aires. Sin embargo, hubo que esperar hasta 1923 para que una mujer, Rosita Quiroga, grabara un disco.

Por otra parte, la inclusión femenina en la parte instrumental fue impensada, hasta que en 1920 hizo su debut como bandoneonista profesional Paquita Berardo. Rápidamente fue rebautizada como «La flor de Villa Crespo».

Quinta de ocho hermanos, Francisca Cruz Berardo era hija de José María Berardo y María Giménez, inmigrantes andaluces. Nació en el 1900 en el barrio de Palermo cuando este era casi un paraje extramuros. Tierra de guapos y mafiosos, que –según Jorge Luis Borges– tenía una «despreocupada pobreza». Poco después se mudaron a Villa Crespo, que tenía un paisaje de casas bajas, conventillos y curtiembres. Y el arroyo Maldonado que aún corría a la vista de todos.

Nace una flor

Desde niña, Paquita mostró inclinación por la música y sus padres la mandaron a estudiar piano al conservatorio de la profesora Catalina Torres. Allí conoció a José «Balija» Servidio (que luego compondría tangos como «El bulín de la calle Ayacucho»), que concurría a clases de bandoneón. Fue entonces que tomó contacto con el instrumento musical creado en Alemania por el lutier Heinrich Band.

En aquellos tiempos, los instrumentos aceptables para las mujeres eran piano, violín y guitarra. El bandoneón estaba completamente descartado porque, para ejecutarlo, había que abrir y cerrar las piernas. Ese condicionamiento social no detuvo a Paquita, que primero lo estudió a escondidas y poco después, con el apoyo de sus hermanos, convenció a sus padres parar que le permitieran tomar clases con el mítico Pedro Maffia, que entonces tenía apenas un año más que ella.

Cuando tenía 17 años comenzó a hacer presentaciones en reuniones sociales tales como casamientos, cumpleaños y eventos de beneficencia en su barrio. A los 20 ya tocaba en bares de Villa Crespo. La acompañaban dos de sus hermanos: Arturo, que era baterista, y Enrique, que tenía un taxi y utilizaba el vehículo para trasladar a los músicos. De a poco fue ampliando su radio de acción, llegando a barrios vecinos y acercándose poco a poco al centro.

En 1921 actuó, junto a la Orquesta Paquita, se presentó en el Bar Domínguez, ubicado en Corrientes al 1500. Orquesta Paquita estaba integrada por Arturo Berardo en batería, los violinistas Elvino Vardaro y Alcides Palavecino, el flautista Miguel Loduca y un jovencísimo pianista y vecino: un tal Osvaldo Pugliese. Se cuenta que cada vez que Paquita tocaba allí la convocatoria era tal que la gente que quedaba afuera cortaba el tránsito de la calle Corrientes.

La orquesta se volvió muy prestigiosa. Prueba de ello es un afiche de la época que anunciaba: «Gran baile a toda orquesta. ¡Importante! 3 grandes orquestas 3. La segunda parte del programa estará a cargo de la gran Orquesta típica Criolla que dirige la celebrada e inteligente bandoneonista la Sta. Paquita Berardo».

Al año siguiente se produjo la masificación de Paquita Berardo. La recientemente inaugurada Radio Cultura la contrató para interpretar tangos y fragmentos de óperas. Esas presentaciones la hicieron más popular y le significaron actuaciones en los principales teatros capitalinos como el Coliseo. También se presentó en Montevideo, ciudad a la que le dedicó su vals «Cerro Divino». Su calidad como instrumentista estaba fuera de toda duda y llegaba el momento de destacarse como compositora.

En la voz de Gardel

En 1923 fue la única mujer que actuó en «La gran fiesta del Tango» que se realizó en el teatro Coliseo de la calle Fantín (hoy Marcelo T. de Alvear) con la organización la Sociedad de Compositores. Desde el 10 de diciembre de 1924 hasta fines de febrero de 1925 se presentó en el teatro «Smart» con la compañía de Blanca Podestá, actuando junto a José Tanga, Manuel Vicente, Bartolo López, Migul Loduca, Arturo Berardo y el cantor Florindo Ferrario.

Además de «Cerro Divino» compuso unas quince piezas más, entre ellas el tango Floreal, que grabó Juan Carlos Cobián, «Villa Crespo» y «Cachito», que luego se convirtió en «La Enmascarada» cuando le puso letra Francisco García Jiménez para que lo grabe Carlos Gardel.

Pionera

A pesar de su renombre, Paquita no llegó a grabar ningún disco. Lamentablemente falleció el 14 de abril de 1925 en su casa de Villa Crespo por las complicaciones que le produjo un resfrío mal tratado que se complicó en una tuberculosis.

Sus exequias fueron multitudinarias, cientos de vecinos y de amantes de la música ciudadana concurrieron a despedir a la primera mujer en aventurarse en un terreno reservado, hasta entonces, para los hombres. De alguna manera, Paquita le abrió la puerta a personalidades como Azucena Maizani, Ada Falcón, Libertad Lamarque, Nelly Omar y Tita Merello, por citar a pioneras del género.

Pero su legado no se limita a haber abierto el camino para las mujeres en el tango.  Se convirtió en un ícono cultural para la Argentina y también un estandarte de la inclusión de la mujer en tareas, oficios y profesiones tradicionalmente reservados para el género masculino. Destruyó prejuicios en el ámbito musical primero y en la sociedad más tarde.

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